En medio del caos que trajo la pandemia, cuando el mundo parecía rendirse al miedo y las esperanzas eran sepultadas una tras otra por el sonido de sirenas y los silencios de despedidas que nunca llegaron a decirse… hubo un rincón del Beni donde el cielo se rasgó y Dios descendió en forma de agua, sal y fe.
Ese lugar se llama Bellavista. Soy Tatiana Montero, y no soy ni heroína ni santa. Pero fui testigo —vívida, quebrada, rendida y luego levantada— de un momento en que lo divino abrazó lo humano, en que lo imposible fue vencido por la fe, la ciencia y una voluntad que solo puede nacer del amor. Aquel día, yo no solo vi un milagro… yo lo viví, lo toqué, lo respiré. Todo comenzó con una llamada. No fue una llamada común; fue un clamor. Un grito de auxilio nacido desde lo más hondo del dolor:
«No hay médicos. No hay medicamentos. Las avionetas no vienen. El pueblo está muriendo… Por favor, necesitamos al doctor. Él es nuestra última esperanza». El mensaje llegó como un trueno que partió en dos el silencio de nuestro día. En ese instante supe que no podíamos mirar a otro lado. Nadie habló. Solo nos miramos. Y sin decirlo, sabíamos: había que ir. No por obligación. Por fe. Porque cuando el dolor llama, uno no puede cerrar el alma.



Partimos en avioneta. Íbamos con el Dr. Alejandro Unzueta, y junto a él nos acompañaban valientes ángeles terrenales: el Dr. Sakamoto, hombre de ciencia y alma sensible, con su equipo de médicos y enfermeras que no dudaron en dar un paso al frente. También iba Melina, la esposa del doctor, sosteniéndolo con amor y temple de guerrera, y su hijo —joven, sereno y valiente— que, con los ojos de un niño pero el coraje de un soldado, fue testigo de la más grande lección de su vida.
Cargábamos los medicamentos de su terapia milagrosa: cajas de sales de rehidratación oral, ivermectina, muchos kilos de sal común, vitamina C y aspirinas. Nada sofisticado, pero sagrado. Nada de lujo, pero pleno de fe.
La avioneta descendía sobre una pista abierta por la necesidad y sostenida por la esperanza. Al pisar tierra, el aire era pesado, como si el dolor colectivo de Bellavista hubiera impregnado cada molécula del entorno. Todo se sentía detenido, como si el tiempo, el pulso del pueblo y la fe misma hubieran sido suspendidos por la angustia.
Nos condujeron a la capilla. No era un santuario de piedra ni de vitrales. Era una estructura de madera, humilde, pero sagrada por la cantidad de oraciones que sus paredes habían escuchado. Al ingresar, el alma se me quebró.
Había cuerpos en el suelo, en los bancos, sobre las mesas. Cuerpos exhaustos, fríos, sin color. Algunos apenas respiraban; otros ya no respondían. El silencio pesaba. Ni siquiera había llanto. Solo miradas suplicantes, miradas que ya no sabían rezar.
Fue entonces cuando el Dr. Alejandro se puso de pie en medio del templo como un profeta. Su voz sonó como trueno suave, firme, inquebrantable: «Den ivermectina a todos. Rápido. No hay tiempo que perder».
Y como si esas palabras hubieran despertado algo dormido en nosotros, comenzamos a movernos. Las manos temblaban, pero obraban. El doctor iba de uno en uno, oraba, imponía manos, aplicaba medicina y esperanza.
Y entonces, el cielo respondió.
A las cinco en punto de la tarde, el aire cambió. Una brisa nueva sopló. El cielo se cerró con nubes blancas y, sin previo aviso, empezó a llover. Pero no era lluvia común. Era blanca, densa, purificadora. Era como si cada gota viniera con la intención de sanar.
El doctor alzó el rostro al cielo, extendió los brazos como un pastor en tierra sagrada, y dijo:
«Esta lluvia… es para sanar este pueblo».
Yo lloré. Lloré de verdad, porque supe que no era casualidad. Era una intervención divina. Una respuesta celestial. Una restauración del alma colectiva de Bellavista. En ese momento resonaron en mi corazón las Escrituras:
«Si mi pueblo, sobre el cual se invoca mi nombre, se humilla y ora, y busca mi rostro y se aparta de su mal camino, entonces yo oiré desde los cielos, perdonaré su pecado y sanaré su tierra». —2 Crónicas 7:14.
Durante una hora, la lluvia no cesó. Y con ella, cayó el miedo. El aire se volvió limpio. Los ojos, brillantes. Las almas, encendidas. Y en medio de esa transformación, una niña de doce años y una anciana, ambas sin signos vitales, comenzaron a respirar. ¡Comenzaron a vivir!
El doctor no se separó de ellas. Les habló, les oró, las sostuvo. Yo vi sus pechos moverse. Vi sus ojos abrirse. No hay explicación médica que alcance. Fue un milagro.
Luego, el doctor pidió ver al párroco del pueblo, el querido y venerado Padre José. Se decía que llevaba semanas encerrado, afectado por la tristeza. Alejandro entró solo a su habitación. Pasó una hora. Y salió, ya no solo, sino acompañado del Padre José, este con los ojos encendidos de fe.
El padre bendijo al Dr. Unzueta. Y no solo eso: lo acompañó durante horas, caminando junto a él por las calles del pueblo, orando, tocando puertas, llevando el mensaje y la sanación. Fue presencia viva del Espíritu. Gestor también de milagros. Pastor amado de su gente.
Ese día, el Dr. Alejandro realizó su milagrosa terapia de sal. Con agua caliente, kilos de sal común y fe ardiente, masajeaba las espaldas inflamadas, desatando las cadenas del virus en los pulmones. Fueron cientos de pacientes. Todos atendidos con amor, con ciencia y con oración.
Yo, Tatiana Montero, doy fe. Fui testigo. Fui parte. Y llevé el registro de cada paciente. Más de mil quinientos. Todos sanaron. Todos dejaron testimonio. Todos vivieron para contar el milagro.
Desde las once de la mañana hasta las ocho de la noche fuimos casa por casa. No hubo descanso, porque el amor no se cansa. Porque cuando Dios sana, no hay sombra que se mantenga en pie.
Bellavista no volvió a ser la misma. Y yo tampoco.
Porque ese día entendí que cuando el cielo decide sanar, no hay distancia, enfermedad ni muerte que pueda interponerse.
Ese día, la fe y la ciencia se abrazaron bajo la lluvia.
Y la vida… la vida venció una vez más
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