En plena pandemia, cuando no existía tratamiento, vacuna ni cura aprobada por la medicina convencional, mi hija mayor —mi primogénita— cayó gravemente enferma.
La noticia corría de boca en boca. “No hay camas, no hay oxígeno, no hay cura…”
Pero en medio de la desesperación, alguien decía: “Hay un médico que está curando… hay una terapia que está funcionando.” Así, sin propaganda, sin grandes recursos, sin respaldo político ni institucional, comenzó la cruzada.
No con banderas, sino con fe. No con uniformes, sino con corazones dispuestos a luchar por la vida. Pero antes de que eso ocurriera, la batalla llegó a mi propia casa.
En plena pandemia, cuando no existía tratamiento, vacuna ni cura aprobada por la medicina convencional, mi hija mayor —mi primogénita— cayó gravemente enferma. La COVID la afectó de forma severa. Ya no podía ni respirar. Su vida pendía de un hilo.
Fue uno de los momentos más duros de mi vida. Y también uno de los más reveladores. Caí de rodillas. Oré. Le supliqué a Dios que me diera sabiduría, no solo para salvar a mi hija, sino para encontrar la cura que tanto necesitaban los demás. Con lágrimas en los ojos, con el alma temblando, abrí mis libros. Y ahí, como si una mano invisible guiara mis ojos, empezaron a aparecer respuestas que antes no había visto.
Esa misma noche, tuve una revelación vívida. Un ser de luz se presentó. No fue un sueño. Fue una manifestación espiritual intensa, clara y real.
Me mostró la verdad sobre el virus: su asociación con la neumocistosis, su capacidad de alterar la coagulación sanguínea, su habilidad para mutar rápidamente dentro del cuerpo humano. Y me entregó la clave para enfrentarlo. Me reveló cuatro medicamentos y los llamó: “Los cuatro guerreros de Dios para aplacar la ira del cuarto jinete del Apocalipsis.”
Nunca olvidaré esas palabras. Jamás. Era marzo de 2020. Mientras el sistema médico aún usaba paracetamol, ibuprofeno o antitusivos, yo ya aplicaba esta terapia revelada, guiada por la ciencia, la oración y la obediencia.
Los cuatro guerreros eran:
- Azitromicina.
- Bactrim (sulfametoxazol con trimetoprima.
- Indometacina
- Prednisona
Y con ellos, otros aliados:
- Clexane (anticoagulante)
- Aspirina disuelta en té con limón y miel
- Altas dosis de vitamina C
- Ivermectina
- Flebotomía
- Transfusión directa entre personas vivas




Probé el tratamiento en mi hija. En menos de 24 horas, comenzó a mejorar milagrosamente. Respiraba mejor. Su cuerpo respondía.
Y entonces supe: si funcionaba con ella, funcionaría con todos. Así comenzó una gran cruzada de fe y sanación en Trinidad, Beni.
Junto a un grupo de valientes amigos, comenzamos a atender a miles de personas en una gran avenida. Lo hacíamos con lo que teníamos: recursos propios, pequeñas donaciones, medicamentos comprados con sacrificio.
Atendíamos día y noche, sin cobrar un centavo, guiados por el amor, la convicción… y Dios.
Al principio fueron tres días. Luego, la gran cruzada de siete días. Una semana sagrada en la que vimos milagros verdaderos.
Personas que llegaban sin oxígeno, agonizando, volvían a respirar.
Casas que eran lugares de llanto se convertían en altares de gratitud.
Y entonces, cuando parecía que no podíamos seguir, ocurrió algo sobrenatural.
Los medicamentos comenzaron a escasear. Se nos terminaron. Humanamente, la cruzada debía detenerse. Pero Dios nunca abandona una misión que Él mismo comenzó.
En oración, me fue revelada una nueva terapia: la terapia de la sal. Tan simple, tan poderosa, tan profundamente bíblica y milagrosa. Se colocaba abundante sal sobre la espalda del enfermo.
Luego, con agua caliente —lo más caliente que tolerara— se masajeaba la zona, disolviendo la sal en la piel. El proceso se repetía durante 20 minutos. Y lo increíble sucedía: Personas que estaban agonizando comenzaban a recuperarse. Vi pueblos enteros salvarse gracias a este acto tan sencillo. Vi familias renacer. Vi cómo Dios usaba lo elemental para obrar lo extraordinario.
La sal no solo sanaba el cuerpo. Sanaba el alma. Purificaba. Restauraba. Y una vez más, entendí que esta cruzada no era mía. Era del cielo.
La paciente “0” La primogénita
“Porque Jehová da la sabiduría, y de su boca viene el conocimiento y la inteligencia.”
Proverbios 2:6
Todo empezó antes de que el mundo se detuviera. Antes de que las ciudades se vaciaran, los aeropuertos cerraran y el silencio se apoderara de las calles. Era un tiempo de oportunidades, de sueños en crecimiento, de decisiones importantes. Yo me encontraba en pleno ascenso profesional, persiguiendo con ahínco mi formación en implantología oral, cuando se presentó una oportunidad única: un curso completamente financiado en Brasil.
Mi padre, con ese sexto sentido que solo los padres poseen, me advirtió con firmeza amorosa: —Hija, no vayas. Allá ya hay contagios. Puedes enfermarte.
Pero yo, joven, determinada y confiada en el futuro, decidí ir. Era una puerta abierta que no podía dejar pasar. Fui con tres compañeros, llena de entusiasmo y expectativas. El viaje fue tranquilo, pero el regreso… el regreso fue otra historia. En el aeropuerto ya se respiraba un aire distinto: tos, fiebre, rostros pálidos, murmullos. Cuando llegué a Santa Cruz, ya estaba resfriada, con catarro y esa sensación extraña que no podía nombrar. Mi padre me miró a los ojos, esos ojos que ven más allá de lo visible, y me dijo con una seriedad profética: —Tú estás enferma. Anda a hacer cuarentena.
Sin discusión, obedecí. Me fui a casa una semana antes de que se decretara oficialmente la cuarentena. Y fue entonces cuando comenzó el verdadero descenso. Día a día sentía cómo mi energía se drenaba. No era un resfrío común; había una debilidad profunda, una tristeza inexplicable y un cansancio que parecía no tener fondo. Cuando por fin la cuarentena empezó, mi cuerpo ya no podía más.
La fiebre subió como un fuego que no se apaga- ba. Una quemazón interna recorría mis órganos, como si cada célula ardiera desde adentro. Pero no era fiebre convencional; era algo que quemaba el alma. Me llevaron al hospital. Me hicieron pruebas para dengue y H1N1. Todo salía negativo. —Todavía no hay pruebas para el nuevo virus —dijeron los médicos—. Vaya a casa y tome paracetamol.
Volví, pero no mejoraba. La tos era insoportable; el pecho dolía como si un puño de hierro lo comprimiera. Me dolía el cuerpo, pero más que el cuerpo, dolía no tener respuestas. En medio de ese desamparo médico, mi refugio fue la voz de mi padre, que cada día preguntaba, guiaba y oraba.
Yo le contaba lo que sentía: —Papá, me estoy quemando por dentro… no es fiebre, no me sube la temperatura, pero siento que algo me consume.
Y él, lejos pero cerca, sentía en el espíritu lo que ni los médicos podían ver. Fue en ese tiempo donde entendí que la verdadera medicina no siempre está en los hospitales, sino en el amor que ora, en la fe que intuye, en el alma que ve lo invisible. Esa enfermedad sin nombre, ese fuego interior, era el rostro temprano del COVID-19 en nuestro país. Una enfermedad sin diagnóstico, sin tratamiento… pero no sin esperanza.
La enfermedad avanzaba con furia. La tos no me dejaba dormir, el aire se volvía un lujo escaso y las noches eran eternas. Sentía que mis pulmones se cerraban como puertas selladas por dentro. No importaba cuánto reposara, ni cuántos paracetamoles tomara. No mejoraba. Fue entonces que mi padre, después de una noche de sueño intranquilo, me llamó y con voz decidida me dijo:
—Hija, tenés que empezar a tomar esto. Era azitromicina. Luego, me indicó tomar también indometacina y prednisona. Al principio dudé, pero los tomé con la esperanza de que algo funcionara.
Pasaron los días y no mejoraba. Me debilitaba cada vez más, y el miedo comenzaba a nublar mi razón. Hasta que una tarde, con una firmeza que venía desde otra dimensión, mi padre me llamó nuevamente. Esta vez, su voz temblaba de revelación:
—Hijita, Dios me ha mostrado lo que tenés. No es solo un virus… es un protozoo, invisible y persistente, que está produciendo todos estos síntomas tan agresivos en la primera ola del CO- VID-19 Tenés que tomar el Bacterol. Pero tenés que tomar los cuatro medicamentos juntos: azitromicina, indometacina, prednisona y ahora el Bacterol. Y además, tenés que inyectarte la enoxaparina.
Me resistí.—¡Papá, no puedo tomar tanto junto! ¡Eso no es racional!
Mis estudios en salud me hacían dudar… pero la fe de mi padre me atravesó. Su convicción no era médica. Era espiritual. Él había visto algo. Había comprendido algo que los demás no veían.
La desesperación y el amor me vencieron. Tomé la combinación completa. Empecé también con las inyecciones de enoxaparina. Y al día siguiente algo increíble sucedió. Sentí mis pulmones abrirse como flores al sol. El ardor bajó, la tos empezó a disminuir. —Papá, estoy mejorando —le dije con lágrimas en los ojos.
Y lo más increíble… fue que, cuando la comunidad científica internacional apenas recomendaba paracetamol, antialérgicos y jarabes antitosivos, mi papá —guiado por una revelación espiritual— me dio esa combinación, esa fórmula perfecta, y, sobre todo, me administró una inyección de anticoagulante, en un momento en que nadie hablaba aún de coágulos ni trombos.
El tiempo le dio la razón. Cuatro meses después, los científicos italianos confirmaron lo que él ya había intuido por fe y discernimiento: que el COVID-19 provocaba coagulación intravascular, causando infartos pulmonares, cerebrales y renales.
No era un tratamiento cualquiera. Era una revelación. Y mi padre, sin dudarlo, empezó una cruzada. Llamaba a otros, compartía su experiencia, trataba de ayudar a los que estaban al borde de la muerte. Pero la respuesta no fue la que esperábamos.
Lo llamaban loco. Demente. Incluso asesino.
Le cerraban puertas, lo atacaban en los medios. Pero él no se detuvo. Sacó medicamentos de su propio bolsillo, porque sabía que funcionaban. Lo había visto con su hija. Lo había confirmado con otros amigos que se salvaron gracias a la misma fórmula.
Y yo… yo sufría. Verlo herido por críticas injustas, por gente que no comprendía que su locura era amor. Que su insistencia era fe. Que su fórmula no era solo ciencia, sino un acto de obediencia a una voz más alta.
Así comenzó su lucha. Así nació la cruzada. Y creo, con el alma en la mano, que yo fui el paciente cero del doctor Unzueta.
Porque los milagros, a veces, comienzan en casa.
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