La salud de mi madre pendía de un hilo. Su corazón, deformado por el mal de Chagas, había crecido tanto que los médicos lo describían como irreconocible, como si fuera un zapato torcido por los años. Nos dijeron que no había nada más que hacer.
En el Hospital de Trinidad, los especialistas nos recomendaron llevarla a casa para que “descanse en paz”.
Fue un golpe devastador. Bajé las gradas del hospital con el alma rota, y en un arranque de impotencia, lancé una patada al último escalón y me desplomé, llorando, con el corazón partido. Iba camino a reservar un cajón, como quien firma una despedida forzada.
En casa, el aire era tenso, como si la muerte misma rondara. Todos esperábamos que, en cualquier momento, un paro terminara con el sufrimiento de mamá. Pero Dios tenía otros planes. Fue entonces, cuando la trajimos a casa, que ocurrió el milagro.
El doctor Alejandro Unzueta se encontraba en Trinidad, atendiendo en la Avenida 6 de Agosto, en medio de una cruzada médica sin descanso.
Mi madre recibió uno de los kits que él entregaba gratuitamente, con los medicamentos y las instrucciones precisas, y tras iniciar el tratamiento, comenzó a mejorar contra todo pronóstico. Fue un milagro, un acto de fe y ciencia entrelazados por la mano de Dios.
Con el pasar de los días, su semblante fue cambiando, como si una nueva luz la atravesara. Volvimos a Puerto Quijarro, porque mi madre sentía que algo más profundo —una energía negativa, una carga oscura— la estaba afectando. Decía que quizás era brujería, algo que le habían hecho.
Pero ni los brujos, ni los medicamentos alternativos, ni las plegarias aisladas podían aliviar su dolor. El corazón hinchado ya estaba presionando sus intestinos, y el sufrimiento era visible.
Entonces, como si fuera poco, le dio COVID. Y para alguien con enfermedades de base como ella, eso era una sentencia segura. Pero una vez más, el milagro se presentó. En ese mismo tiempo, el doctor Unzueta emprendía su cruzada médica por Puerto Suárez y Puerto Quijarro. Nos aferramos a esa esperanza y acudimos al Club Social Pantanares. Esa jornada marcó la diferencia. No solo para mi madre, sino para cientos de personas. Puerto Quijarro se convirtió en tierra de milagros.
Tanta fue la repercusión, que inclusive hermanos brasileños de la frontera con Corumbá cruzaron hasta Puerto Suárez y Puerto Quijarro para ser atendidos en esa cruzada milagrosa de sanación contra el COVID-19. Fue un acto de fe sin fronteras, donde la esperanza y la vida se compartían entre pueblos hermanos.
Mi madre, que ya estaba con un pie en el otro mundo, volvió a tener fuerzas. No diremos que se curó completamente, pero sí, usted, doctor, le regaló vida. Vida verdadera. Más de doce meses de risas, consejos, abrazos y momentos que habíamos creído perdidos.
Tiempo después, mi primo Fran, el chapaco de Tarija, me pidió ayudarlo en su campaña trayendo un camión del “Unzuetamóvil”. Lo consulté con mi madre. Y sin pensarlo, dijo que sí. No por política, sino por gratitud. Ella sabía bien que usted había sido instrumento de Dios para devolverle la vida.
Regresamos a Trinidad. Aunque usted seguía en su incansable cruzada en la parada 6 de Agosto, mi madre aún quería ser atendida una vez más por usted. Esta vez no fue posible, pero Dios volvió
a obrar: envió al doctor Tito, “Kiko” Cazol, que fue hasta nuestra casa y continuó el tratamiento.
Este testimonio no es solo una historia médica. Es una prueba viva del poder de la fe, del amor por el prójimo, y del servicio guiado por la gracia de Dios. Doctor, no solo yo, sino mis hermanos, mi familia y toda una región —Puerto Quijarro, Puerto Suárez y el mismo Beni— lo recordamos como lo que verdaderamente es: un héroe con bata blanca y alma valiente, enviado por el cielo.
“Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que
tú no conoces.”
Jeremías 33:3

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