Testimonio de David Rocco Shiriqui, primo del Dr. Alejandro Unzueta
No todos los días se presencia un milagro. Y no todos los hombres caminan entre la vida y la muerte con la certeza de estar guiados por una fuerza superior. Yo soy David Rocco Shiriqui, primo de Alejandro, y fui testigo de un hecho que desafía la lógica, la ciencia y toda comprensión humana. Un hecho que me marcó el alma y selló para siempre mi fe en lo invisible.
Todo comenzó en uno de los días más oscuros de la pandemia. Era la noche anterior al milagro, alrededor de las ocho. Junto a Alejandro y su esposa, llegamos al hospital de Puerto Quijarro con la firme intención de ayudar, de asistir a los enfermos que se debatían entre la vida y la muerte. Había doce pacientes internados, todos graves. Sin embargo, una orden impuesta desde el gobierno de turno pesaba sobre nuestras intenciones: no permitir el ingreso del Dr. Unzueta a ningún hospital.
La consigna era clara: cerrarle las puertas a quien había salvado miles de vidas. Esa noche, el silencio del hospital se llenó de lamentos. Fuimos testigos de una tragedia. Diez de los doce pacientes fallecieron entre gemidos apagados y monitores que se detenían uno a uno. Nos fuimos impotentes, con el corazón desgarrado y el alma de rodillas.
Pero el amanecer trajo consigo algo más que luz. Trajo justicia y la voz del pueblo. Las almas solidarias de Puerto Quijarro, testigos del abandono y la muerte, se levantaron con fuerza. Aquella mañana, como un solo cuerpo, se acercaron al hospital. Mujeres, hombres, vecinos… todos exigieron a una sola voz que dejaran ingresar al Dr. Unzueta. Le pidieron al administra- dor y al médico de turno que dejaran de obedecer al miedo y permitieran que la esperanza volviera a cruzar las puertas del hospital. Solo dos pacientes habían sobrevivido a la noche. Dos vidas pendiendo de un hilo. Era ahora o nunca.
El permiso fue concedido. Cuando entramos al hospital, el ambiente era casi irrespirable. La muerte aún rondaba los pasillos. El personal médico seguía vestido como astronautas, cubiertos de pies a cabeza, protegidos por la bioseguridad. Alejandro, sin embargo, caminó sin temor, sin barbijo, solo cubierto por su fe, como si una coraza invisible lo protegiera de todo mal.
El paciente al que nos acercamos era un espectro de hombre: saturación de 30 %, dos tubos de oxígeno, monitores cardíacos parpadeando con desesperación. Alejandro se sentó junto a él. Lo miró con ternura y poder. Le habló. Luego, con la misma firmeza con la que uno invoca al Cielo, comenzó a orar.




Fue entonces cuando el aire se volvió sagrado. Los números en el monitor, como si escucharan la voz de Dios, comenzaron a subir. Primero 40… luego 50… 60… 80… hasta alcanzar 100. El paciente, como resucitado, se quitó el oxígeno, habló con Alejandro, oraron juntos. Yo quise capturar el momento en mi celular, pero en cuanto lo levanté, la saturación comenzó a descender. Era como si lo divino no quisiera ser atrapado por ninguna cámara.
Alejandro entonces preparó una versión diluida de su terapia, pues el paciente no podía tragar por la tos y la falta de aire. Con cada gota administrada, la vida volvía a encenderse en su cuerpo. La saturación se estabilizó en 78 %. Alejandro explicó al médico cómo debía continuar el tratamiento. Dejamos el hospital con la convicción de que habíamos presenciado un milagro.
Pero el destino no había escrito aún su última página.
Días después nos informaron que el paciente había recaído. No se había continuado con la terapia. Otra vez la oscuridad amenazaba con devorar la chispa de vida que había brotado. Sin embargo, Alejandro, con una mirada firme y una certeza inquebrantable, dijo:
—Voy a ir a verlo… Sé que está mal, pero esta vez voy a salvar su espíritu y su alma.
Volvimos al hospital. El ambiente era más denso que nunca. Pero al entrar, el hombre reconoció al doctor. Sus ojos brillaron. Alejandro se acercó, le tomó la mano y oró. Le habló de Dios, del perdón, de la vida eterna. El hombre, entre lágrimas, volvió a hablar. Oraron juntos, esta vez no solo por su cuerpo, sino por su alma. Fue una despedida llena de luz.
Ese día comprendí que la medicina verdadera va más allá de los cuerpos; que cuando se une el conocimiento con la fe, los Cielos se abren. Fui testigo de que los milagros aún caminan entre nosotros cuando hay obediencia, cuando hay amor y cuando un hombre se atreve a ser instrumento de Dios.
«Jesús le dijo: Si puedes creer, al que cree todo le es posible». – Marcos 9:23.
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