Respirar de Nuevo – Cuando el Espíritu Sopla Vida: Testimonio de Franz Muñoz Virgüez

Jun 7, 2025

Yo soy Franz Muñoz Virgüez… y no digo que viví el COVID-19. Digo que lo sobreviví. Porque lo que viví no fue solo una enfermedad: fue una experiencia entre la vida y la muerte. Fue una travesía por el umbral de lo invisible, donde el alma se encuentra con su propia fragilidad… y si Dios lo permite, con su propósito.

Era una tarde pesada, calurosa, con un sol que parecía indiferente al sufrimiento humano. El reloj marcaba las dos y media cuando una opresión invisible comenzó a cerrarse sobre mi pecho. Era como si una garra helada me apretara el corazón desde adentro. No podía respirar. Intentaba tomar aire, pero era como si mi cuerpo hubiera olvidado cómo hacerlo. Sorbos de oxígeno. Bocanadas mínimas, inútiles… apenas lo justo para no perder el conocimiento.

Vi pasar mi vida en fragmentos, como hojas arrastradas por el viento. Vi el rostro de mi hija, apenas adolescente, tan llena de vida, tan inocente ante todo lo que este mundo esconde. Pensé en ella, en lo que sería de su vida sin su padre. Pensé en los amigos y conocidos que ya se habían ido. Trinidad era un campo de batalla. La muerte había bajado de los cielos, invisible pero brutal, y nos estaba arrebatando a todos.

Mi esposa, firme como siempre pero con los ojos del alma llenos de terror, llamó a mi hermano, que por aquel entonces era el director del Hospital Germán Busch. Él, que conocía los protocolos, los medicamentos, los pasos “correctos”, no lo dudó un segundo. Sabía que aquello era más que medicina. Llamó directamente al doctor Alejandro Unzueta.

Me enteré después que el doctor estaba almorzando pescado en Loma Suárez. Y, como si una fuerza lo hubiese arrancado de la mesa, dejó todo y se vino. No sé si manejaba con los ángeles o si el tiempo se detuvo, pero no pasaron ni 30 minutos cuando vi su silueta en la puerta de mi casa.

Lo recuerdo como si lo estuviera viendo ahora: no entró con bata ni con estetoscopio. Entró con autoridad divina, con una presencia que hacía temblar la desesperación. No hablaba alto, no gritaba. Su voz era serena, su mirada era profunda. Entró como entra un sacerdote al altar… sabiendo que va a obrar algo sagrado.

Yo ya estaba a punto de ser intubado. La ambulancia esperaba. Pero él, sin titubear, pidió que detuvieran todo. Se me acercó y me preguntó con una ternura paternal: —¿Crees en los milagros?

Le asentí con los ojos, porque no podía hablar.

Entonces empezó un acto que no puedo describir con palabras humanas. Me dio una taza con un líquido amargo. Me supo a tierra, a raíz, a medicina ancestral. Me entregó pastillas, indometacina, Curadil… y algo más que nunca supe. Pero no era solo química: era fe encapsulada. Luego me pidió que me recostara boca abajo, y trajo sal… sal común, de la de cocina. La colocó en mi espalda. La bendijo con sus manos. Luego calentó agua y la vertió sobre un paño. 

Y comenzó a masajear mi espalda con una mezcla que él preparaba como quien prepara un ritual.

No eran solo sus manos. Era la mano de Dios que bajaba a través de él. Lo juro por mi alma.

Y ahí, en ese acto que combinaba ciencia, espiritualidad y una mística ancestral… volví a respirar. Sentí un viento interno romper el silencio de mis pulmones. El aire entró como un suspiro del cielo, y la vida me volvió de golpe. Era como si alguien me hubiese devuelto mi alma que ya se estaba yendo.

Me dijo que volvería en dos horas para revisar cómo seguía. Y cumplió. Regresó. Y al entrar, me encontró haciendo algo que él jamás habría aprobado: estaba pitando un cigarro. Sí, encendí un cigarro. Porque en mi inconsciencia, ese era el símbolo más claro de que ya podía respirar con libertad. Nos reímos. Él también.

Pero el milagro no terminó ahí. Sanó también a mi esposa y a mi hija, que tenían síntomas leves. En tres días, los tres estábamos completamente recuperados. Pero lo más fuerte aún estaba por suceder.

Una tarde, fuimos a casa de mi madre. Allí estaba mi cuñada, muy enferma. Alejandro la vio. No pidió permiso. No dudó. Se acercó con esa fe templada en fuego, y le dijo: —Abre la Biblia. Dios tiene algo para ti ahí.

Ella la abrió… y cayó en una página que hablaba de un judío que llegaría a casa, y que todos serían sanados. Nadie entendía. Pero yo sí. Yo lo vivía. Alejandro no era solo un médico: era un enviado. Era ese judío del texto. Un hombre que había entregado su vida al servicio de otros, guiado por algo más alto, más puro.

Mi cuñada sanó. Al día siguiente ya estaba lavando ropa, cocinando, haciendo sus tareas como si nada. No hubo fiebre, ni dolor. Solo salud. Una salud milagrosa.

Hoy puedo decir que mi familia y yo fuimos tocados por una mano celestial. Y que esa mano tenía rostro humano. El rostro del doctor Alejandro Unzueta.

No tengo cómo explicar esto con ciencia. No puedo. Y no lo intento. Porque hay cosas que solo el alma puede entender, y que solo el espíritu puede traducir. Lo que yo viví fue una intervención divina, una operación del cielo en la tierra. Y yo soy testigo de ello. Y mi vida, desde entonces, no es la misma.

Cuando se pierde el aliento, Dios puede soplar vida otra vez.

“Entonces les impuso las manos, y sanó a todos los que estaban enfermos.” – Lucas 4:40

0 comentarios

Enviar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *