El aliento se me escapaba, como si cada bocanada de aire fuera un suspiro arrancado de mi alma. Era mayo de 2020, y mientras el mundo entero se debatía entre estadísticas y miedo, yo me debatía entre la vida y la muerte. Pero lo más angustiante no era el dolor en el pecho ni el escalofrío que me quebraba los huesos. Era saber que mi hija, mi pequeña Blankita Isabella, estaba a punto de nacer… y yo no sabía si llegaría a conocer su rostro.
No podía dar dos pasos. Me faltaba el aire, como si alguien invisible me apretara el pecho con fuerza. Mis hermanos, ángeles de carne y hueso, me recogieron en silencio. Me despedí de mi esposa, Cindy, y de la vida que aún crecía en su vientre, con lágrimas que no sabían si eran de esperanza o de despedida.
Intentaron internarme en COSMIL, pero las puertas del hospital estaban cerradas, como si el cielo mismo me negara la entrada. No había espacio para mí. Fue entonces cuando pronuncié una frase que sonó más como un testamento que como una súplica: —Llévenme a casa, no quiero contagiar a nadie. Si tengo que morir, que sea en casa. Pero Dios tenía otros planes. Yino, mi hermano, tomó una decisión divina: —Vamos a llevarlo a la casa de mamá. Todos se van a la estancia, yo me quedo a atenderlo.
Así fue. En esa humilde casa materna, la misma que me vio crecer, me recosté sobre una cama de oración y espera. Esa tarde, mi hermano llamó a muchos médicos. Eran amigos, conocidos, colegas… pero ninguno acudió. El miedo los venció. Me sentí solo. Me sentí desahuciado. Me sentí olvidado por los hombres… pero no por Dios.
Fue entonces cuando el milagro comenzó. El celular vibró, como si una fuerza invisible lo hiciera temblar. Respondí con la poca energía que me quedaba. Al otro lado, una voz conocida, una voz cálida, una voz de fe: —Querido Rey, te habla tu amigo, tu hermano Chino Unzueta. Sé que estás con COVID-19. No te preocupes, estoy contigo. Te voy a dar el tratamiento para salvar tu vida.
Sentí una chispa de incredulidad. ¿Cómo podría salvarme una llamada? ¿Cómo podrían unas palabras cambiar mi destino? Aun así, le agradecí. Recibí los medicamentos, pero no los tomé. Los dejé sobre la cómoda, como si fueran una promesa aún por creer. Ya estaba con otro tratamiento, uno convencional, uno sin alma.
Tres horas después, sonó nuevamente el teléfono. Era él. Mi amigo. Mi hermano. —¿Cómo te sentís? —me preguntó con la misma calma con la que un padre vela el sueño de su hijo enfermo. —Mejor —respondí… y mentí.
Pero entonces ocurrió algo que jamás olvidaré. Él lo supo. Lo supo todo. Sin verme, sin oír mi respiración, sin estar presente. Lo supo. Como si sus ojos traspasaran el celular. Como si viera no solo mi cuerpo, sino mi alma.
—No los estás tomando —me dijo. Y su voz cambió de tono. No era juicio. Era compasión, era certeza, era un eco divino.
—Haceme caso. Tomalos. En tres horas vas a sentir que volvés a la vida. Me quedé en silencio. ¿Cómo lo supo? ¿Cómo pudo ver lo que ni yo admitía? Era como si su espíritu caminara hasta mí, como si una luz invisible lo guiara hasta mi cuarto. Me sentí desnudo ante su verdad. Me sentí visto, no por un hombre, sino por alguien enviado por Dios.
Sentí vergüenza. Me había mentido a mí mismo y a él. Pero también sentí un llamado. Fue como una orden celestial. Obedecí. Con manos temblorosas, tomé los medicamentos. Fue un acto de fe. Fue una entrega.
Pasaron tres horas… y entonces sucedió.
La vida, como un soplo divino, regresó a mis pulmones. El aire me abrazó. El pecho ya no ardía. Mi alma ya no se sentía atrapada. Lloré. Lloré como un hijo que regresa del exilio. Tomé el teléfono y lo llamé. Mi voz era un río quebrado por la emoción: —Gracias, hermano. Volví a la vida. Gracias a Dios y gracias a ti. Y así fue. Volví a la vida. Desde ese día, no volví a enfermarme. La enfermedad me vacunó con su veneno y Dios me curó con Su Gracia. Pude conocer a mi hija. Pude tomarla en brazos. Sentí que había resucitado, no solo para ver la luz del día, sino para abrazar a mi familia, para ver crecer a mis hijos Jorge Rey, Gabriel Andrey y Adrián, para volver a besar a mi esposa, para respirar… para agradecer. Hoy sé, con certeza absoluta, que no todos los milagros suceden en templos. Algunos se gestan en la humildad de una casa, en medio del abandono, en la voz de un hermano médico guiado por la mano divina.
Gracias, Chino. Gracias, doctor Alejandro Unzueta, por ser instrumento de Dios en mi vida. Gracias por el milagro. Gracias por darme el don más grande después de la vida: la fe.
“Entonces clamaron a Jehová en su angustia, y los libró de sus aflicciones. Envió su palabra, y los sanó, y los libró de su ruina.” —Salmos 107:19-20

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