Las imágenes de las filas interminables de personas esperando atención, los testimonios grabados en voz quebrada de quienes se habían salvado contra todo pronóstico, y las historias de sanación que viajaban de boca en boca, despertaron a Bolivia.
Lo que comenzó como un grito de auxilio en una avenida de Trinidad, pronto se convirtió en un eco que resonó en todo el país. La cruzada se volvió imparable.
Las imágenes de las filas interminables de personas esperando atención, los testimonios grabados en voz quebrada de quienes se habían salvado contra todo pronóstico, y las historias de sanación que viajaban de boca en boca, despertaron a Bolivia.
La gente ya no hablaba solo del virus, sino de una esperanza. No preguntaban por hospitales, preguntaban:
—¿Dónde está el doctor que cura?
—¿Dónde están los remedios que funcionan?
—¿Dónde está el hombre que ora mientras atiende?
Lo que para algunos era una anécdota local, para miles se volvió un milagro colectivo. Pacientes llegaban desde otros departamentos. Médicos empezaron a replicar la terapia. Líderes comunitarios nos pedían ayuda para sus pueblos.
Y lo que más impactaba no era solo el medicamento, sino el espíritu solidario y amoroso con el que se daba: gratuito, con amor, con oración. Se activaron redes de solidaridad que ni siquiera sabíamos que existían.
Gente donaba comida para los voluntarios, medicinas, sillas, agua. Algunos abrían sus casas para que otros pudieran ser atendidos allí. Bolivia se unía en torno a la vida. Los medios locales comenzaron a hablar del movimiento. Algunos lo hacían con admiración; otros, con cautela. Pero ya no podían ignorarlo. La voz del pueblo era más fuerte.
Porque donde hay miles de vidas salvadas, hay una verdad que ni el silencio logra ocultar. Y con la atención, también llegó la reacción de los poderosos.
Algunas autoridades intentaron desacreditar la terapia. Nos acusaron de irresponsables, de improvisados, de poner en riesgo a la población.
Nunca entendieron que, cuando el sistema falla, la fe encuentra caminos. Recibí amenazas, intentos de frenar el movimiento. Pero yo no actuaba por fama ni por rebeldía. Actuaba por obediencia. Por convicción. Por amor. Recorrí barrios enteros. Pueblos lejanos. Calles polvorientas. Entré a casas donde ya se preparaban para velar a un enfermo y al día siguiente, estaban de pie, respirando, agradeciendo.
Los testimonios se contaban por miles: —“Mi madre ya no respondía, y hoy camina.” —“Mi padre tenía saturación en 60, y ahora está en casa.” —“Mi hijo estaba intubado… y hoy está fuera de peligro.”
La gente despertó. Y no solo al poder de una terapia. Despertó al valor de la fe. A la dignidad. A la solidaridad. A la certeza de que, cuando el pueblo se une, los milagros ocurren. No éramos una campaña. No éramos una institución. Éramos un ejército de vida, guiado por una convicción: Dios no se había olvidado de Bolivia.
El ángel de luz y la cura revelada Cuando se me presentó el ángel de luz, mi primogénita, Alejandrita, estaba muy mal por el CO- VID-19. Le pedí a Dios sabiduría.
Primero leí la Biblia. Recuerdo que leí el libro de Apocalipsis, capítulos del 9 al 12. Allí descubrí una posible simbiosis viral-bacteriana. Oré.
Leí también artículos de la Universidad de Cuba, con más de 100 años de experiencia, donde afirmaban que el Pneumocystis carinii era un pató- geno oportunista asociado a infecciones pulmonares severas.
Llamé a mi hija. Le pedí que tomara un antibiótico específico. Al principio no me creyó. Pero luego tomó Bactrim (nombre comercial del medicamento) y, en pocas horas, comenzó a mejorar.
Esa noche me fui a acostar. Estaba de viaje en Puerto Suárez. Entonces se me presentó un ser de luz. No sé si era Dios o un ángel, pero su pre- sencia era indescriptible.
Me habló. Me dijo que me estaba entregando la cura para aplacar la ira del cuarto jinete del Apocalipsis. Me mostró cómo se comportaba el virus, cómo se ocultaba, cómo atacaba. Y me reveló los cuatro medicamentos: azitromicina, sulfametoxazol con trimetoprim, indometacina y prednisona.
Me dijo que los usara con fe, con ciencia y con responsabilidad. Muchos me decían que no hablara de esto. “Habla de tu ciencia”, me decía mi madre. Pero yo respondía: “Dios me dijo que lo cuente”.
Yo advertía que el COVID-19 iba a mutar, y nadie me creía. Los científicos aseguraban que no podía mutar porque se autodestruiría.
Fui muy criticado por sectores de la medicina que rechazaban los cuatro medicamentos. Pero lo que yo veía en los pacientes era claro: la azitromicina, el sulfametoxazol con trimetoprim, la indometacina y la prednisona, juntos, funcionaban.
La sinergia de esos medicamentos producía milagros. Junto con la oración y la fe, fueron la amalgama perfecta para la sanación. Se sanaban viejos, jóvenes, gordos, flacos, enfermos… Todos los que creían y tomaban el tratamiento, mostraban mejoras notables. Mejores totales.
El hombre de la cruz en la frente — Barrio Villamarín, Trinidad.
De todos los milagros que viví durante esos siete días de fe y sanación —donde la sabiduría de Dios se derramaba sobre mí, hubo uno que quequedó grabado profundamente en mi alma.
Era la tercera noche. Pasaban las dos de la mañana cuando mi esposa me pasó su teléfono. El mío ya se había descargado.
Una mujer del barrio Villamarín rogaba por ayuda: “Doctor, mi esposo se está muriendo” Nos envió la ubicación por GPS, pero nos guiaba erróneamente a unas 20 cuadras de distancia. Aun así, fuimos. Mientras Su voz temblaba: “Él ya está morado, está en el suelo, no respira…”
Le respondí con fe: “Tenga fe, tome sal y póngala en su espalda. Confíe en Dios. Oren. Y mándeme alguien en moto que nos guíe. Cuando llegamos, nos encontramos con una escena profundamente conmovedora.
Era una casa muy humilde. No tenían medica- mentos, ni suero, ni siquiera maicena.
El hombre yacía en el suelo, morado, sin respirar con normalidad. Su pequeña hija, una niña de gran fe, oraba a su lado. La familia estaba consternada.
Oramos juntos. Comprendí que no se trataba solo de una batalla contra el COVID-19 , sino contra algo espiritual.
Sentí una opresión oscura, un combate entre la vida y la muerte. Preparé la terapia revelada: aumenté la dosis de indometacina y disolví las cuatro pastillas: Indometacina, Cotrimoxazol, El hombre evitaba mirar me. Le tomé la nuca con mi mano izquierda y le dije con firmeza: “¡Luche por su vida! ¡Dios está con usted!”
Le dimos la primera cucharada. Y de pronto, un estremecimiento. Sentí que algo oscuro salía de su cuerpo. Una liberación. Tomó otras tres cucharadas… y comenzó a respirar.
Milagrosamente, el color volvió a su rostro. Su respiración se estabilizó. Abrió los ojos y nos agradeció. Oramos con la familia hasta que recuperaron la calma. A la mañana siguiente, la prensa vino a buscarme. Querían ver si el milagro era real.
Y sí ahí estaba. De pie. Hablando. Sonriendo. El mismo hombre que la noche anterior había sido dado por muerto, ahora estaba sano. Su hogar respiraba paz.
Incluso el suegro, que también estaba enfermo, se recuperaba. Nos sentamos juntos. Compartimos oración y pan. Y su esposa dijo algo que me marcó: “Mi esposo estaba muerto y volvió a la vida.” Y entonces vi lo más impactante: Aquel hombre tenía una cruz tatuada en la frente. Una cruz que fue símbolo de muerte… Y que ahora se había convertido en señal de resurrección
La Noche del Ultimátum “Y al ver la multitud, tuvo compasión de ellos, porque estaban desamparados y dispersos como ovejas que no tienen pastor.” Mateo 9:36
Aquella cruzada fue más que una jornada médica; fue una epopeya espiritual. Siete días y siete noches transcurrieron bajo el cielo estrellado de Beni, donde la fe se desbordaba en cada rincón, en cada suspiro, en cada mirada suplicante. No era solo una campaña, sino una batalla entre la desesperanza y el milagro.
La segunda noche, la avenida 6 de Agosto parecía un río humano, una marea viva de cuerpos y almas aferradas a la esperanza. Miles acudían, rompiendo el silencio de la cuarentena rígida. Ya no existía el miedo al virus, solo el temor a perder a quienes amaban. El espacio de tres metros impuesto por la norma se volvió insignificante frente al clamor de un pueblo herido.
Allí estaba yo, envuelto en sudor y oración, con mis manos llenas de medicamentos, hojas de eucalipto y fe. No sabía cuántas almas había tocado ese día. Solo sé que los rostros cambiaban al mirarme: llegaban con ojos apagados y se iban con luz, como si la llama de la vida se encendiera otra vez dentro de ellos.
Pero el poder no siempre comprende el lenguaje del amor. Esa noche, desde La Paz, el Comandante Nacional de la Policía dio la orden de disolver la multitud. Parecía que era ilegal salir, ilegal sanar, ilegal vivir. La orden descendió como una sombra hasta el Comando de Beni, y el coronel Alvis, un hombre firme pero justo, recibió la instrucción: “Encuentren al doctor Unzueta. Prohíbanle seguir. Denle un ultimátum”.
El coronel se acercó a mis hermanos de lucha, los Caballeros Templarios —Guillermo Aue, Chin- velarde, Tojo Gómez, Chino Monasterio, Alex Román—, hombres de honor que habían jurado proteger no solo mi vida, sino también mi misión. —¿Dónde está el doctor Unzueta? —les preguntó con tono urgente—. Llámenlo. Tengo órdenes del Comando Nacional.
Mientras ellos me buscaban entre la multitud, yo estaba arrodillado junto a cinco personas que apenas podían respirar. Sus rostros estaban pálidos y el aire les costaba, como si cada aliento fuese una batalla. No me di cuenta del drama externo ni de la presencia de la policía. Solo vi la necesidad de vida.
Les tomé las manos, les hablé de Dios, les pedí que no tuvieran miedo. Fue como si el cielo se abriera y una energía poderosa descendiera. Mis manos no eran mías, eran del Altísimo. Les toqué la frente, el pecho, les di palabras de aliento, les puse gotas de fe en la lengua… y sucedió. Abrieron los ojos, se incorporaron y caminaron como si nunca hubieran estado enfermos.
Solo después supe que, en ese instante, el coronel Alvis había logrado comunicarse conmigo. Me llevó aparte, rodeado de uniformados, y me extendió su teléfono. —Es el Comandante Nacional. Quiere hablar con usted.
Tomé el aparato sin miedo. Y lo vi. Al otro lado de la videollamada no había un jefe militar, sino un hombre quebrado, con los ojos llenos de lágrimas.
—Doctor… —dijo con la voz rota— Siga… siga salvando vidas. Que Dios lo bendiga. Que no lo detengan. Le ordené al coronel Alvis que le brinde todo el apoyo necesario. Toda la Policía está a su servicio.
Sentí un estremecimiento. No era una orden humana; era una orden divina que pasaba por labios humanos. Dios estaba hablando a través del poder.
Esa noche, la policía que debía dispersar a la multitud se convirtió en escudo de los enfermos. Me escoltaron, me cuidaron, me ayudaron a llegar más rápido a los que clamaban por una segunda oportunidad.
Fue entonces cuando comprendí que no estábamos solos; que cuando la fe se vuelve acción, el cielo interviene en la tierra. Que incluso la autoridad más alta, cuando se encuentra con el milagro, no puede sino inclinarse y decir: “Siga. No se detenga”.
Desde entonces, esa noche vive en mi corazón como la noche del ultimátum que se convirtió en bendición. Y cada vez que dudo, cada vez que el miedo asoma, recuerdo los ojos llorosos del comandante y la orden celestial disfrazada de mando policial. Porque cuando la fe camina entre los hombres, ni siquiera la ley puede resistirse a la voluntad de Dios.
El Milagro de la Sal en San Ramón
“¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él, ungiéndolo con aceite en el nombre del Señor; y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará.” — Santiago 5:14-15
Al tercer día de aquella cruzada de fe y sanación que nos había llevado por caminos de polvo y clamor, llegó un llamado urgente: una súplica vestida de autoridad. La alcaldesa interina de San Ramón, la señora Belsa, me mandó buscar con desesperación.
Las cifras eran lacerantes: veinte, treinta personas fallecían por día. El pueblo se deshacía en lágrimas, en susurros de duelo, en puertas cerradas por el miedo.
Me enviaron una avioneta. Recuerdo que viajábamos Alex Román, Tojito Gómez—aunque en la bruma del recuerdo no sé si era él exactamente—y un piloto de pocas palabras. Sobrevolamos esa llanura golpeada por la pandemia y, al aterrizar en la improvisada pista, lo vi: una multitud. No era una simple congregación de cuerpos, era un clamor colectivo, una esperanza encarnada en los ojos húmedos de cientos de personas.
Nos rodearon. Nos abrazaron con la mirada. Apenas bajé de la avioneta, sentí que no estaba solo. Algo más grande que todos nosotros caminaba a nuestro lado
Fui al centro de salud. Me recibió el doctor encargado, un hombre de bata y escepticismo. Le mostré videos, testimonios, les hablé de la fórmula de los cuatro medicamentos que tantos ya habían probado con éxito. Pero no me creyeron. No quisieron permitir que la ciencia se mezclara con la fe, ni que los cuerpos se salvaran si no era bajo su dogma institucional.
—Entonces —dije con firmeza—, tráiganme un banco. Uno de esos de madera que aguanta más fe que peso. Y trajeron a una señora agonizante. Sus ojos hundidos, sus pulmones luchando en silencio. La acostamos boca abajo sobre el banco. La gente contenía el aliento.
Tomé la sal. Sal común, de esas que usamos todos los días, pero que en mis manos, ese día, se volvió sagrada. La apliqué sobre su espalda desnuda como si fueran cenizas de sanación. Preparé una vasija con agua caliente y hundí mis manos en ella. La sal comenzaba a adherirse a su piel, a abrir los poros, a invocar el aliento que se escapaba.
Masajeaba. Disolvía. Masajeaba. Oraba. Era tanto el calor, tanta la entrega, que la sal me salpicó los ojos. Ardía. Y, sin pensar, tomé el agua donde habían estado mis manos—esas que tocaban enfermedad y fe a la vez—y me lavé el rostro. La gente gritó, se alarmó. Era como si estuvieran viendo a un loco… o a un apóstol. —¿Cómo puede lavarse con esa agua? —murmuraban.
Pero yo no los escuchaba. Solo sentía una fuerza guiando mis manos. Yo no era yo. Era instrumento. Era puente. Era oración.
Pasaron unos quince minutos. Y la señora, que hacía solo instantes estaba al borde del abismo, se sentó. Respiró. Miró al cielo y dijo: —Gracias, Dios mío.
Y se fue caminando a su hogar. Muchos lloraron. Otros cayeron de rodillas. Algunos corrieron a buscar sal. Ya no había incredulidad. Solo fe.
San Ramón, que días antes se ahogaba en duelo, revivió. No por una pastilla. No por un decreto. Revivió por la fe. Por esa terapia ancestral que no aprendí en los libros, sino en los sueños. En la oración. En la certeza de que Dios no abandona a su pueblo.
Los relatos dicen que, tras ese día, en cada casa se aplicó la terapia de la sal. Las madres con sus hijos. Los abuelos con sus nietos. Todos, con la fe como medicina. Y todos… se recuperaron.
San Ramón resucitó. Fue un pueblo que vio la muerte y eligió la esperanza. No por mí, sino por Dios. Porque donde la ciencia no llega, la fe levanta el milagro.
Gracias, San Ramón, por creer. Por enseñarme que cuando un pueblo se une en oración, la vida responde.
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