A finales de enero de 2021, cuando el mundo naufragaba en el dolor, el miedo y la incertidumbre, nuestra familia fue sacudida por una tormenta que estremeció los cimientos de nuestra alma. La enfermedad, invisible y despiadada, atacó el corazón mismo de nuestro hogar. Mi padre, el doctor y profesor José Miguel Hurtado Silva, y mi hermano, el ingeniero José Miguel Hurtado Zamorano, pilar académico y decano de la Facultad de Ciencias Agrícolas, cayeron gravemente enfermos. Sus cuerpos sucumbieron ante los embates de un vi- rus que parecía no conocer la compasión. Cada día era una batalla; cada noche, una vigilia de llanto, súplica y esperanza suspendida entre el cielo y la tierra.
Las terapias no surtían efecto. Los medicamentos tradicionales no lograban disipar la sombra que se cernía sobre nosotros. En medio de la desolación, nos aferramos a lo único que jamás falla: la fe. Y en esa búsqueda de luz, llegó a nuestra vida un amigo, un hermano, un hombre de ciencia y espíritu: el doctor Alejandro Unzueta.
Alejandro no solo cruzó la puerta de nuestro hogar como médico, sino como instrumento de Dios. Traía consigo algo más poderoso que cualquier fármaco: una fe ardiente, viva, capaz de mover montañas. Nos reunió en oración sin prometer más que una lucha con el alma abierta
al milagro. Nos tomó de las manos y, juntos, en un acto de humildad y entrega, clamamos al cielo por un milagro. Y ocurrió.
Primero mi hermano. Como si el soplo divino lo hubiera alcanzado, su cuerpo respondió. Luego mi padre. Sus labios volvieron a pronunciar palabras, sus ojos buscaron la luz. Aquella noche no fue común, fue sagrada. Fuimos testigos de lo inexplicable, de lo sublime. El aliento regresó. La vida volvió, aunque solo fuera por unos días más. Y en ese intervalo celestial, aprendimos a mirar más allá del dolor.
Vivimos un renacer. Una epifanía de fe. Una tregua divina que nos permitió abrazar, reír, agradecer. El corazón latía con fuerza, no por la medicina, sino por la presencia viva del amor divino.
Pero el tiempo, con su paso inevitable, volvió a cobrar su precio. Los insumos se agotaron. La enfermedad regresó con más fuerza. Esta vez, sus cuerpos no resistieron. Se marcharon… no con un grito de desesperación, sino con un suspiro de paz.
Y aunque el cuerpo fue vencido, jamás lo fue el espíritu.
Nos queda una gratitud eterna. Porque vivimos un milagro. Porque fuimos testigos del poder de la oración, de la unión, del amor fraternal. Porque Alejandro, más que un doctor, fue un enviado. Nos enseñó que la fe no es un último recurso, sino el primer camino. Nos mostró que cuando todo parece perdido, Dios se manifiesta en la forma más humana: en la compañía sincera, en la oración compartida, en el último abrazo.
Hoy caminamos con la certeza de que nuestros seres amados no murieron, sino que despertaron a la plenitud eterna. Y en su partida, nos dejaron la herencia más noble: la fe inquebrantable.
Porque oramos. Porque creímos. Porque en ese último abrazo, sentimos la gloria de Dios.
Juan 11:40 — “¿No te dije que si crees, verás la gloria de Dios?
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