El respiro del silencio

Jun 9, 2025

Hay lugares donde la vida se esconde debajo del suelo. Donde los hombres, en vueltos en polvo, arrastran su existencia entre piedras y oscuridad. Son los mineros. Guerreros silenciosos de un
mundo subterráneo, donde cada respiro duele, y cada jornada deja cicatrices en los pulmones. En esos abismos, el olvido se convierte en rutina, y la esperanza, en una leyenda que se deshace con
cada bocanada de aire contaminado.

A uno de esos hombres lo conocimos en la frontera, durante una jornada de atención dirigida a los infectados por COVID-19. Alejandro Unzueta había llegado a ese rincón olvidado del país con medicamentos, sal, fe… y una promesa no dicha, pero siempre cumplida: “Donde haya dolor, allí estaré”.

El minero se ofreció como voluntario. Nadie lo obligó. Tal vez fue curiosidad. Tal vez resignación. O tal vez algo más: un susurro del cielo. Era un hombre endurecido por los años, la espalda encorvada, el rostro curtido por el sol y el humo. Llevaba consigo una herida invisible: silicosis, el “mal de mina”, esa sentencia lenta que llena los pulmones de muerte en forma de polvo.

—No espero curarme, doctor. Solo quiero ayudar —dijo con voz rasposa, quebrada.

Alejandro lo miró con ese silencio que solo tienen los hombres que han visto mucho. No dijo palabras rimbombantes. Solo sonrió, como quien sabe que algo grande está por suceder.

Lo recostaron. Le colocaron la cataplasma en la espalda:

sal, agua caliente, Mentisan. El ritual comenzó. Pero no era un procedimiento médico. Era otra cosa. El lugar se volvió sagrado. Una brisa suave cruzó el ambiente. Algunos cerraron los ojos. Otros lloraron sin saber por qué. Alejandro oraba en voz baja. Palabras que no eran suyas, sino dictadas desde lo Alto.

—Padre bueno, este hombre ha respirado muerte toda su vida. Hoy, dale aliento nuevo. Que respire vida por primera vez

El oxímetro marcaba 80. Silencio. Espera. Misterio. Y entonces, como si la misma tierra soltara un suspiro, la saturación empezó a subir. 85 90 94 98.

El minero abrió los ojos. Miró el cielo. Respiró hondo. Y no tosió.

Se sentó. Su rostro ya no era el mismo. Lloraba. Pero no de tristeza. Lloraba como quien se reencuentra con algo perdido hace mucho.

—¡Estoy respirando! ¡Estoy respirando! —repetía—. Como cuando era joven como cuando jugaba en las quebradas antes de bajar a la mina

Todos lo mirábamos. Nadie hablaba. No hacía falta. Allí, en ese momento, Dios había bajado a la mina… y había traído de vuelta a uno de los suyos.

Muchos otros mineros se acercaron. Algunos desconfiados. Otros temblando. Pero todos con una pregunta en los ojos: ¿y si también yo? 

Ese día, comprendimos algo sagrado: no hay rincón tan oscuro donde Dios no pueda entrar. No hay pulmón tan gastado que no pueda llenarse de esperanza. No hay silencio tan profundo que no pueda ser roto por el aliento del Espíritu.

Aquel minero volvió a su casa diferente. No curado del todo —eso lo sabía—, pero con el alma limpia, con el pecho liviano, con la certeza de que su historia no sería olvidada. Porque esa tarde, en una comunidad minera de frontera, la fe brotó desde el fondo de la tierra.

Y todos entendimos que cuando los hombres dejan de respirar por tanto dolor…Dios respira por ellos.

 

 

 

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