Edgardo choquito
Montero estaba herido. Era como un campo de batalla sin soldados ni fusiles, pero con caídos en cada esquina. El COVID-19 se había convertido en un jinete sin rostro que galopaba sin piedad, y nuestro pueblo se estaba quedando sin esperanza.
Veíamos en las redes sociales cómo el Dr. Alejandro Unzueta desafiaba la oscuridad en Trinidad. Cómo, a pesar de los ataques, las calumnias y el rechazo institucional, él seguía adelante, firme, con su cruz al pecho y su espada invisible en la mano, curando a miles, sin pedir nada a cambio. Y entonces el pueblo clamó.
Mi nombre es Edgardo Rojas Pinto. Fui testigo de lo imposible. Marcelo Toledo, Daniel Hurtado y yo lo contactamos. Alejandro no dudó ni un segundo. “Voy”, nos dijo. Y así, un día después, lo vimos llegar a Montero… y con él llegó algo más. Algo que no puedo explicar con palabras. Era como si una luz invisible se hubiese asentado en nuestra ciudad.
Desde las cuatro de la madrugada, la gente ya hacía fila. Más de 300 personas esperaban su llegada. Había enfermos graves, desesperados. Pero lo que presencié esa tarde, lo que viví junto a una anciana cambió mi vida para siempre.
Ya estaba oscureciendo y el doctor se alistaba para retirarse. Se notaba agotado, pero aún con esa energía que solo tienen los que son guiados por lo alto. De pronto, apareció una mujer mayor, de más de sesenta años, casi arrastrada por su hija. Sus ojos no eran ojos… eran un grito mudo de agonía. Respiraba con dificultad, su abdomen estaba inflamado, su cuerpo temblaba. El oxímetro marcaba 52 de saturación. ¡Cincuenta y dos! Para cualquier médico, eso era sentencia. Era para entubarla, para rendirse.
Pero Alejandro no se rindió.
Se acercó. La miró. Le tomó la mano. La mujer, llorando, le confesó que cada noche sentía que algo venía por ella. Decía que el demonio se la quería llevar. Que le susurraba en sueños, que la envolvía
en una oscuridad que no podía explicar. Y le rogó:
—Ayúdeme, doctor… no quiero morir.
Alejandro la miró fijamente y le respondió, con autoridad celestial:
—No te va a llevar. No hoy. No mientras Dios esté aquí.
Pidió que lo dejaran a solas con ella. Le administró los medicamentos celestiales, colocó el cataplasma de sal en su espalda, y comenzó a orar. Pero esa oración no era común. Era una batalla. Lo vi enfrentarse en espíritu con algo invisible. Sus palabras se convirtieron en espada. Reprendía, ordenaba, proclamaba vida.
La mujer comenzó a retorcerse, a resistirse. Era como si algo dentro de ella luchara por no irse. Pero Alejandro no se detuvo.
—¡No la vencerás! Esta vida le pertenece a Dios —gritó.
Pasaron diez minutos. Diez eternos minutos. Y entonces, ocurrió lo imposible. La saturación comenzó a subir: 60 70 85. Respiraba con más calma. Sus ojos recuperaban el brillo. El demonio había sido derrotado.
Al día siguiente, Alejandro nos pidió contactar a los hijos de la señora. Quería asegurarse de que ella siguiera con la terapia. Nos dijeron que estaba mejorando. Que incluso había comido algo. Que sonreía.
Ese día, entendí que no estábamos simplemente ante un médico con un tratamiento distinto. Estábamos ante un hombre elegido. Un canal entre el cielo y la tierra. Y fui testigo de algo que marcará mi alma por el resto de mi existencia.
Vi cómo una mujer al borde de la muerte, atrapada entre la enfermedad y las sombras, fue rescatada por la fe y el amor. Vi cómo el nombre de Dios fue proclamado como escudo y lanza. Y vi cómo un pueblo entero volvió a creer.
Gracias, Alejandro. Gracias por no dudar. Gracias por traer a Montero no solo medicamentos… sino esperanza, luz, y la certeza de que cuando Dios elige a alguien, ni el infierno puede detenerlo.

0 comentarios