La Última Casa, el Último Suspiro

Jun 9, 2025


Testimonio de Fernando Chávez

Testimonio de: Fernando Chávez El reloj ya marcaba medianoche. La jornada había sido agotadora. Las filas de enfermos parecían interminables ese día en Trinidad, mi ciudad herida. La oscuridad cubría las calles, pero en el rostro de Alejandro Unzueta había aún una llama encendida, un fuego que no se apaga mientras haya una vida por salvar.

 

últimos medicamentos, cerrando cajas, cuando sonó el celular de su esposa. Del otro lado de la línea, la voz temblorosa de una mujer imploraba ayuda. Su padre estaba muriendo. La dirección: una casa en Villa Marín, la última de la calle, al borde del monte. No había tiempo para dudas.

—Vamos —dijo el Dr. Unzueta con esa determinación que uno aprende a obedecer cuando ha visto milagros. Llevamos remedios, toallas, fe y salimos.

La lluvia había dejado los caminos casi intransitables. Nos perdimos en la oscuridad, girando entre calles mal iluminadas, preguntando entre susurros a vecinos que asomaban por puertas entreabiertas. Finalmente, dimos con la casa. Y lo que vi al entrar quedó grabado para siempre en mi memoria.

El hombre yacía sin fuerzas. Su respiración era un suspiro entrecortado. Sus hijas lloraban a su alrededor, el aire olía a derrota. La muerte parecía haber extendido su sombra en esa habitación.

Pero Alejandro, en vez de retroceder ante esa escena, se adelantó con serenidad. Se acercó al enfermo, lo miró con compasión y preguntó:
—¿Tomaste los remedios?

Su esposa bajó la mirada.

—No, doctor… quien los tomó fue mi madre hace dos días… y mire cómo está ahora.

Señaló a una anciana que, según nos contaron, estaba agonizante hacía solo cuarenta y ocho horas. Ahora, conversaba con voz firme, sentada al borde de la cama. No era una recuperación. Era un milagro vivo.

Alejandro no perdió tiempo. Aplicó la cataplasma de sal con manos firmes, como si realizara un acto sacramental. Le dio los cuatro medicamentos celestiales, le habló al oído con palabras de esperanza y autoridad. El hombre, que parecía condenado, comenzó a mejorar en cuestión de minutos. Sus mejillas recobraron color. Su respiración se estabilizó.

Pero lo que ocurrió al día siguiente fue lo que selló mi fe.

Recibimos otra llamada, también desde Villa Marín, a pocas cuadras de la casa anterior. Esta vez, eran dos personas más en situación crítica. Alejandro me miró y dijo:

—Antes de ir, pasemos por donde el gordito de anoche. Quiero saber cómo está.

Llegamos. Y ahí estaba. Sentado. Charlando con su familia. Sonriendo.
Sí…sonriendo.

Era imposible. Médicamente, no tenía sentido. Pero ahí estaba. Vivo. Con luz en los ojos. Y fue entonces que lo entendí: estábamos presenciando una guerra entre la muerte y la fe… y la fe estaba ganando.

Lo que viví con Alejandro Unzueta no fue una jornada médica. Fue una procesión de fe, una batalla espiritual. Fui testigo de milagros que la ciencia no puede explicar, pero que el alma sí puede sentir.

Vi a la muerte retroceder. Vi a familias volver a creer. Vi cómo un hombre armado solo con una cruz al pecho, una voz firme y un puñado de medicamentos, vencía lo que parecía invencible.

Yo, Fernando Chávez, doy testimonio de esto. Porque fui parte. Porque vi. Porque creí.

Y porque nunca más volví a ser el mismo.

 

 

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