El Perdón que Salva Almas y la Llama que Sanó una Casa

Jun 9, 2025

Testimonio de Alfonso Villavicencio Ribera

Hay noches que no se olvidan. No porque  estén envueltas en tragedia, sino porque en ellas se abren los cielos y la voz de Dios desciende como un susurro ardiente. Era la madrugada del 24 de mayo, pasada la 1 de la mañana. Estábamos en casa de Guillermo, desde donde salíamos junto a Alejandro Unzueta a socorrer a un paciente más, como parte de esa cruzada bendita que veníamos librando contra la pandemia. Hay noches que no se olvidan. No porque estén envueltas en tragedia, sino porque en ellas se abren los cielos y la voz de Dios desciende como un susurro ardiente. Era la madrugada del 24 de mayo, pasada la 1 de la mañana. Estábamos en casa de Guillermo, desde donde salíamos junto a Alejandro Unzueta a socorrer a un paciente más, como parte de esa cruzada bendita que veníamos librando contra la pandemia.

Alejandro, de pronto, me miró con una intensidad que traspasó mi alma, y me dijo con voz clara:

—Vos tenés un problema con tu padre no lo conozco, pero tenés que solucionarlo ya.

Me quedé paralizado. Sentí que el universo entero se detenía en ese instante. ¿Cómo lo sabía? No había forma ni manera humana de que él supiera algo así. Jamás se lo conté. Ni siquiera había hablado con alguien al respecto durante años. Era un dolor oculto, un silencio enquistado en mi corazón y sin embargo, allí estaba, revelado como si lo hubiesen sacado del fondo mismo de mi espíritu. No era Alejandro el que hablaba. Era Dios usando su boca, su discernimiento, para darme un mensaje de salvación. Era una intervención divina.

Toda la noche me quedó resonando esa frase. No pude dormir. Algo poderoso se había activado. El Señor me inquietaba el alma, me empujaba al arrepentimiento y a la sanación. Entonces, al amanecer, llamé a mi madre. Ella estaba en la propiedad ganadera con mi padre. Le conté lo sucedido y le dije con
lágrimas en los ojos que quería pedirle perdón a mi padre. Que ya no podía seguir cargando con esa herida. Que ya no quería que él se fuera sin que nos reconciliáramos.

Hablé con mis hermanos. Uno por uno. Compartí el mensaje que Dios nos ha- bía enviado a través de Alejandro. Algo en ellos también se movió. Todos decidimos actuar. Nos acercamos individualmente a nuestro padre. Le pedimos perdón. Le hablamos desde el corazón. También mi madre lo hizo. En esos días, nuestro hogar se transformó en un templo de restauración espiritual. Sentimos que el cielo nos rodeaba.

Y días después, ocurrió lo inesperado. Mi padre tuvo un accidente y falleció.

Pero no partió con odio ni con resentimiento. Murió en paz. Entregado al Señor. Sabiéndose amado, perdonado, reconciliado con su familia y con Dios. Fue una obra gloriosa. El mensaje llegó justo a tiempo. Y lo más sublime es que no solo salvó el alma de mi padre: salvó también a nuestra familia entera. Porque nosotros también necesitábamos perdonar, sanar, volvernos a abrazar.
El enemigo había obrado durante años para dividirnos. Pero Dios usó a Alejandro como instrumento para destruir esa obra de oscuridad.

Hoy, gracias a esa revelación divina, vivimos una nueva etapa como hermanos. Nos hablamos. Nos ayudamos. Volvimos a sentirnos familia. El amor regresó. La fe también.

Pero esa no fue la única vez que el cielo habló esa noche.

Aquel 24 de mayo, apenas Alejandro me dio ese mensaje, una llamada llegó a su teléfono. Era una joven desespera- da. Lloraba. Suplicaba que fuéramos a su casa porque su padre se estaba muriendo. Sin pensarlo, salimos a socorrerlo. Al llegar, el ambiente estaba cargado de tristeza. Toda la familia lloraba alre- dedor del enfermo, que yacía acostado, con oxígeno, jadeando con una respiración entrecortada y débil. Tenía todos los síntomas del COVID-19.

Alejandro actuó con rapidez. Dio indicaciones precisas: preparar agua tibia, sal y Mentisan. Aplicamos una cataplasma sobre su espalda, de costado, ya que no podía recostarse boca abajo. En ese momento sagrado, mientras Alejandro imponía las manos y oraba, el enfermo lanzó un gas fétido, como si algo oscuro estuviera saliendo de su cuerpo. Y su respiración comenzó a mejorar.

 

Después de estabilizarlo, le dimos los medicamentos celestiales: azitromicina, aspirinas, indometacina, prednisona y bacterol. El hombre no podía tragar, así que diluimos los medicamentos en agua y se los administramos. Al poco rato, su semblante cambió.

 

Pero fue entonces cuando Alejandro volvió a hablar, no ya como médico, sino como profeta. Miró a los presentes y preguntó:

 

—¿Qué pasa en esta familia? Hay algo roto aquí.
Hubo silencio. Hasta que la joven que nos llamó confesó que no vivía allí, que no se hablaba con su madre desde hacía meses. La madre también admitió lo mismo. El yerno del paciente estaba escondido, temeroso, alejado. Alejandro lo llamó. Le habló con ternura y autoridad. Le dijo que era momento de reconciliarse. Que Dios le estaba dando una opor- tunidad.

 

Ese hogar se transformó en un altar. Las lágrimas se convirtieron en abrazos. La división fue derrotada por el amor. Al poco tiempo, el enfermo pudo sentarse y dijo con voz clara: —Gracias, doctor… 

 

Fue su manera de decir que Dios había sanado no solo su cuerpo, sino su casa.

 

Aquella noche entendí que Alejandro no solo llevaba medicinas. Llevaba mensajes del cielo. Era un canal entre lo divino y lo humano. No cabe duda, Dios lo estaba usando de forma gloriosa. Nos lo
había enviado para salvar cuerpos, sí pero sobre todo para restaurar corazones, para sanar heridas invisibles, para volver a encender la fe en un tiempo de muerte y desesperanza.

 

Dios es maravilloso. Dios es misericordioso. Lo viví en carne propia. Lo vi con mis ojos. Y por eso lo proclamo hoy con total certeza: el Espíritu Santo camina entre nosotros, y lo hace a través de quienes están dispuestos a ser instru- mentos de Su amor.

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