Aquel día, el cielo de Portobelo estaba cubierto por una neblina espesa, como si el mundo entero contuviera la respiración. Era tiempo de pandemia, y la muerte se había vuelto un visitante habitual en muchos hogares. Pero también era tiempo de milagros, si uno sabía mirar con los ojos del alma.
Recuerdo que me llamó un viejo compañero del colegio. Su voz temblaba, traspasada por la angustia.
—“Peña, por favor vení. Mi mamá está muy mal.”
Su madre, una anciana de 89 años, se encontraba al borde del abismo. Yo estaba en Guayaramerín, entregado a la cruzada de sanación que llevábamos con fe y sacrificio. Éramos apenas dos o tres, luchando contra la sombra de la muerte con la única arma que no se agota: la fe.
Entre oraciones, distribución de kits y asistencia a familias, me olvidé de su llamado. No fue sino hasta las nueve de la noche que recordé su clamor. Y aunque el cuerpo me pedía descanso, algo en mi espíritu me impulsó a ir. Era el amor al prójimo el que movía mis pasos.
Cuando llegué, la escena era la de una despedida. Me recibieron sus hijos, con la tristeza en los ojos de quienes ya han soltado la esperanza. Me dijeron que estaban retirando los sueros, el oxígeno… “ya no quiere nada”, dijeron. Parecía que todo había terminado.—“¿Cuántos años tiene la abuela?” —pregunté.
—“Ochenta y nueve, Peña.” Respiré profundamente. Sentí el peso de los años vividos por esa mujer, pero también la posibilidad de que aún quedara un último capítulo, escrito por la mano de Dios.
—“Si el Señor quiere llamarla a su Reino, que sea en paz”, dije con serenidad. “Pero si Él quiere dejarla como testimonio de su poder, que amanezca sana. Que despierte con vida y con ganas de comer locro.”
Y entonces oramos.
No una oración vacía, sino una súplica verdadera, tejida con cada hilo de fe que teníamos. No éramos muchos, pero donde hay dos o más reunidos en Su nombre, ahí está Él. Y lo sentí. Sentí que el cielo se abría. Sentí que la habitación se llenaba de una paz extraña, profunda, como si un ángel pasara en silencio dejando su estela.
A la mañana siguiente, exactamente a las nueve, me llega un audio. Era la esposa de mi amigo, una mujer brasileña con una fe ardiente. —“¡Peña! Vos sos un hombre de Dios. ¡No puedo creer lo que estoy viendo!”
Y me envió un video. La imagen me estremeció: la señora estaba sentada, comiendo locro con una sonrisa inmensa, como si la enfermedad hubiera sido solo un mal sueño. Como si la muerte, al
asomarse, hubiese sido expulsada por la luz de una oración.
Ese locro era más que alimento. Era la confirmación de que el cielo todavía responde. De que cuando se ora con el corazón desnudo, los milagros no son cuentos antiguos, sino hechos presentes.
La señora sigue viva hasta hoy. Camina, sonríe, abraza. Vive para contar que Dios todavía obra en los rincones más humildes del mundo, usando las manos más sencillas para hacer lo imposible.
Unos días después, en Riberalta, ocurrió otro signo. Un hombre de 75 años fue llevado en brazos, agonizante. Era apenas un suspiro lo que le quedaba.
Y bastaron quince minutos.
Quince minutos de la terapia que usted, doctor, nos enseñó con sabiduría y compasión. En ese breve tiempo, aquel anciano se levantó, caminó… ¡vivió!
Nadie entendía. La familia lloraba de alegría. Y yo, que no soy médico, solo podía agradecer a Dios por hacernos instrumentos. Porque eso fuimos en aquella cruzada: ángeles con los pies descalzos, enviados a levantar a los caídos.
Aprendimos de usted, sí, pero sobre todo aprendimos a creer. A confiar en los remedios de la tierra: el eucalipto, el ajo, la sal que limpia el cuerpo y purifica el alma. Aprendimos que la medicina no solo está en los laboratorios, sino también en el amor, en las manos, en la fe viva.
Y todavía hoy, cuando alguien nos llama, ahí estamos. Quizá uno, dos, tres casos al mes. Pero nunca decimos que no. Porque mientras Dios nos llame, nosotros responderemos.
Porque una vez que uno prueba el sabor de un milagro, ya no puede vivir igual. Porque el locro de la fe no solo sacia el hambre del cuerpo también despierta el alma.

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