Testimonio de Tiziana Unzueta

Jun 13, 2025

Me llamo Tiziana Unzue- ta, y aunque era muy chiquita cuando pasó todo, apenas tenía 8 años, nunca voy a olvidar lo que vivimos, lo que sentimos… y lo que Dios hizo con mi familia.

Era el tiempo de la pandemia. Un virus extraño empezó a recorrer el mundo, y todos estaban asustados. Yo no entendía muy bien lo que pasaba, pero sabía que algo no estaba bien. Las calles estaban vacías, las escuelas cerradas, y la gente hablaba en voz baja… como si el miedo se respirara.

Nos dijeron que debíamos quedarnos en casa. Cerraron los parques, no podíamos salir a jugar, ni ir al colegio, ni abrazar a los abuelos. Pero aunque todo parecía detenido, mi papá no podía quedarse quieto. Él miraba la televisión, los periódicos, escuchaba las noticias… y sobre todo, miraba con tristeza cómo la gente del pueblo sufría. Había muchos que ya no tenían qué comer.

Papá decía: —“No podemos quedarnos mirando mientras nuestros hermanos tienen hambre”

Y entonces, como un caballero valiente, se levantó. Junto a mi hermano Johann, que aunque era joven tenía corazón de gigante, salieron de casa cargando bolsas de arroz, fideos, lentejas… y una sonrisa en el alma.

Yo los veía salir, y aunque me daba miedo que les pasara algo, también me sentía muy orgullosa. Estaban llevando esperanza a quienes ya no tenían fuerzas para pedir ayuda.

Mientras ellos repartían víveres, algo increíble sucedió. Mi hermana Anna Iara tuvo un sueño. Un sueño que parecía más una profecía que una fantasía. Soñó que papá encontraba la cura… ¡la cura para el COVID! Y lo más impresionante fue que en ese sueño, mi hermana Alejandra ya estaba enferma.

Cuando Iara se despertó, fue corriendo a contarle a papá. Lo dijo con una seriedad tan fuerte que todos sentimos un escalofrío. Ese día cambió todo. Papá se quedó en silencio, como si el cielo le hablara. Y desde ese momento, algo en él despertó.

Comenzó a orar más, a leer más, a investigar. Se volvió más silencioso… pero también más luminoso. Yo lo veía de noche orando, escribiendo, estudiando. Era como si sus pensamientos vinieran de otro lugar.

Él decía que estaba librando una guerra invisible. No solo contra un virus… sino contra el mal. Y nosotros también lo sentíamos.

Mientras papá viajaba al Beni para ayudar a los enfermos —junto a mamá, que se convirtió en su compañera de cruzada—, mis hermanas y yo nos quedamos en casa con mi abuela. Parecía que todo iba a estar bien. Pero entonces, comenzaron a pasar cosas… cosas que nadie entendería si no las hubiera vivido.

En mi cuarto, los libros se caían solos, los cajones se abrían sin que nadie los tocara, los espejos se reventaban de la nada, como si el aire se partiera en mil pedazos. Yo los veía. Sí, los veía.

Eran sombras. Eran como presencias oscuras que venían a asustarme, a confundirme, a hacerme dudar. A veces lloraba en silencio. A veces solo me abrazaba a mi rosario y decía: “Dios está conmigo. No tengo miedo.”

Algunos no me creían. Decían que era la imaginación de una niña. Pero no era así. No estábamos locos. Eran guerras espirituales. Mientras papá salvaba vidas con ciencia y oración, en casa librábamos batallas invisibles.

Una noche, sentí algo frío en mi espalda. Me volteé y no había nadie. Pero una voz en mi corazón me dijo: —“No tengas miedo, Tiziana. Yo estoy contigo.” Era Dios. Lo sentí, lo supe.

Desde ese momento, ya no me asustaron más. Me hice fuerte. Yo también era parte del milagro.

Pasaron los días y los meses. Papá seguía dando terapias, medicamentos, palabras de fe. Curaba cuerpos, pero también sanaba almas. Se convirtió en un sabio, en un hombre guiado por lo Alto. Ya no era solo mi papá… era un instrumento de Dios.

Y mamá, su compañera de cruzada, lo acompañaba en silencio, con fuerza y amor. Ella también dejó todo para cuidar a los demás.

Cuando volvieron, traían ojeras, pero sus ojos brillaban. Habían salvado miles de vidas. Y lo más hermoso es que también nos habían salvado a nosotras, con su ejemplo.

Hoy, con más edad, entiendo que lo que vivimos no fue casualidad. Fue una guerra entre la luz y la oscuridad. Y Dios nos escogió para resistir, para creer, para amar sin miedo. Yo era una niña… pero Dios también me hablaba. Y le respondí. Con amor. Con fe. Con valentía.

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