De las sombras de la muerte a la luz dela esperanza

Jun 13, 2025

Me llamo Carlos Dorian Lazo. Y aunque muchos me conocen como un joven profesional, trabajador y entusiasta, hoy vengo a contarles algo mucho más profundo: la historia del momento en que estuve a punto de morir… y viví para contarlo.

Era diciembre de 2019. Había alcanzado lo que para mí era un sueño dorado: me acababa de recibir como profesional a los 23 años. Lleno de energía, optimismo y esperanza, había comenzado a trabajar como funcionario público en la Secretaría General de la Gobernación. La vida parecía abrirme todas
sus puertas.

Pero nadie sabía lo que se venía.

Meses después, el mundo entero cayó bajo la sombra del COVID-19, y nuestro querido Beni no fue la excepción. Por mi cargo, me tocaba acompañar a las autoridades en las acciones frente a la pandemia. Lo que no sabía es que esa cercanía me haría enfrentar la batalla más dura: la mía.

Fue en junio de 2020 que comenzaron los síntomas. Primero un calor extraño, luego fiebre. Me aferré a la negación como quien se aferra 

a un tronco en medio del río. Pero al perder el olfato y el gusto, supe que estaba contagiado. El miedo se convirtió en un pozo oscuro que me tragaba entero.

Los días siguientes fueron un descenso brutal. Fiebre, dolor, ahogo… y una soledad absoluta. Llegó un punto en que ya no podía respirar. Literalmente abría la boca buscando oxígeno como un pez fuera del agua. Sentía que mi alma se desprendía de mi cuerpo, y me vi des pidiéndome de mi padre y mi hermano, tomándoles las manos para decir adiós.

Lloré. Mis ojos se cerraron. Y me fui. Pero no del todo.

Cuatro horas después, abrí los ojos. Estaba con una mascarilla de oxígeno, bañado en sudor. Y entendí que Dios me había devuelto la vida. No por mérito propio. No porque yo lo pidiera. Sino porque Él tenía un plan. Yo había vuelto de entre los muertos.

Ese fue el punto de inflexión.

Aún débil, aún postrado, recibí algo más poderoso que un tratamiento médico: una voz interior, clara, que me dijo: “Busca la receta del Dr. Unzueta”. No era una idea ni una ocurrencia: fue una instrucción. La sentí como si viniera del mismo Cielo.

Recordé que él, el Dr. Alejandro Unzueta, había entregado su número en entrevistas. No lo conocía personalmente, pero sentí en mi corazón que era un instrumento de Dios. Lo busqué. Le escribí. Me respondió de inmediato. Me envió su receta y las instrucciones. Esa rapidez… ese gesto de alguien que no me conocía, pero me atendió como un hermano… fue la confirmación de que no estaba solo.

Con ayuda de mi familia, conseguimos los medicamentos. Inicié el tratamiento. Recibí también los masajes de sal que él enseñaba como terapia. Y entonces el milagro comenzó.

Sentí alivio. Sentí sanación. Sentí la mano de Dios moviéndose a través de la ciencia, del cuerpo, del alma. Cada día que pasaba, respiraba un poco mejor. Volví a comer. Volví a sonreír. Volví a vivir.

Sané. Completamente. Pero no volví a ser el mismo.

Desde entonces, soy un testigo. Un testigo de que Dios usa a quienes eligen obedecerlo para sanar a otros. Un testigo de que la fe no se contradice con la ciencia, sino que se funden cuando el amor guía. Un testigo de que Alejandro Unzueta no es un simple doctor: es un servidor del Cielo.

Hoy no me avergüenzo en decirlo: lo considero mi maestro. Y lo seguiré don de Dios lo lleve, porque me devolvió más que la salud: me devolvió el propósito, el rumbo, la certeza de que aun en el valle de la sombra de la muerte hay esperanza.

 

 

 

 

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