Ciencia con alma

Jun 9, 2025

Porque si algo aprendí en esta batalla, es que la ciencia sin alma se vuelve fría, y la fe sin acción, incompleta.

Muchos pensaron que lo que hacíamos era solo fe. Otros creyeron que era solo medicina empírica. Pocos comprendieron desde el inicio que era ambas cosas entrelazadas, guiadas por una fuerza más alta.

Porque si algo aprendí en esta batalla, es que la ciencia sin alma se vuelve fría, y la fe sin acción, incompleta.

No me opuse a la medicina; provengo de ella. Me formé, me preparé, estudié para ser un profesional de excelencia. Conocía los protocolos, los estudios, las fases clínicas. Pero también sabía que, en momentos extraordinarios, son necesarias respuestas que vayan más allá del manual.

Cuando llegaron las críticas de algunos colegas, no me sorprendí. Me llamaron improvisado, charlatán, médico sin ética. Algunos se burlaban porque oraba antes de atender, porque hablaba de revelaciones, porque mezclaba la Biblia con la bata blanca.

No buscaba la aprobación académica. Buscaba salvar vidas.

Y mientras discutían en sus escritorios, nosotros atendíamos en la calle.

Mientras publicaban artículos, nosotros teníamos testimonios vivos.

Mientras muchos esperaban instrucciones, nosotros ya estábamos actuando. La ciencia es poderosa. Pero con alma, es imparable.

Los medicamentos que usábamos eran reales, comprobados, estudiados. Pero la forma en que los aplicábamos —basada en revelación, experiencia clínica directa y sensibilidad espiritual— era lo que los hacía tan poderosos. Vi médicos endurecidos por años de sistema derrumbarse en llanto al ver un paciente sanar.

Vi colegas que no creían en nada, comenzar a orar con nosotros. Vi a enfermeros levantar las manos al cielo después de ver a alguien que se suponía que debía morir, respirar.

Y entonces comenzó algo hermoso. Formamos a otros profesionales. No solo les enseñábamos la combinación médica, sino la actitud con la que se debía administrar. Con fe. Con respeto. Con amor.

Porque entendí que un médico no solo trata el cuerpo. Un verdadero médico toca el alma. Y un verdadero sanador se deja guiar. Poco a poco, más y más profesionales se unieron. Algunos en secreto, por miedo a las represalias. Otros públicamente, con valentía. Médicos, enfermeros, terapeutas, incluso estudiantes. Todos abrazando una nueva visión: la medicina con propósito.

Y así nació una red invisible pero poderosa. Una nueva forma de curar: con manos entrenadas y corazones encendidos. Porque al final, la medicina es una ciencia. Pero la sanación… es un arte. Y ese arte nace del alma.

Exorcismo en Paitití – Un Encuentro con la Oscuridad “He aquí os doy potestad de hollar serpientes y escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigo, y nada os dañará.” — Lucas 10:19

Aquel día marcó mi alma como un sello de fuego. Fue la primera vez que supe con certeza que la enfermedad, la muerte, el caos… muchas veces no son solo procesos biológicos. Son campos de batalla donde el alma también sangra, donde los demonios no son metáforas, sino presencias reales que buscan devorar lo que el amor no supo proteger. Nos llamaron de urgencia al barrio Paitití, en la ciudad de Trinidad. Un hombre estaba muriendo, nos dijeron. Pero había algo más, algo que ninguno de los vecinos se atrevía a explicar. Aquella noche me acompañaban dos hermanos de cruzada, valientes de espíritu y fe: Douglas y Alfonso Villavicencio. Sabíamos que íbamos a atender un caso grave. Pero no sabíamos que estábamos por entrar en el corazón mismo de las tinieblas.

La casa era modesta. Oscura. Pesada. Al cruzar el umbral, sentí que entrábamos en otro plano. El ambiente estaba cargado. La atmósfera no era de miedo, era de odio acumulado, de resentimientos que habían fermentado durante años. Nos recibió la esposa del enfermo: una mujer endurecida por el rencor. Su mirada era fría, como si ya hubiera renunciado a todo. Con voz agria, nos habló de su esposo y, con aún más desprecio, de su hija. —Por su culpa, él está así —dijo sin pudor, señalándola con ira contenida.

Nos condujo a una habitación oscura, donde yacía aquel hombre: obeso, jadeante, desnudo de alma. Su cuerpo parecía al borde de estallar por dentro. Se retorcía, gruñía, maldecía. No nos miraba. Su voz cambiaba de timbre, de tono, como si dentro de él vivieran muchos. En sus ojos no había conciencia… solo sombra.

Yo había visto morir a muchos, pero esto no era solo muerte. Era una prisión. Un dominio. Algo lo había poseído y se negaba a soltarlo. Era el demonio de la gula, de la autodestrucción, del ego herido, que se había anidado en sus entrañas.

En medio del caos apareció la hija. Una joven de rostro apagado, pero con los ojos encendidos por la fe. Ella era la única que oraba. La única que aún amaba.

Se paró junto a mí. Tomó mi mano. Nos miramos. —Ayúdeme a salvar a mi papá, por favor —dijo con voz temblorosa, pero decidida. —No estás sola —le respondí—. Vamos a luchar. No contra él… sino contra lo que lo tiene atado. Douglas y Alfonso comenzaron a orar. La habitación empezó a crujir. Literalmente. La lámpara del techo parpadeó y un fuerte olor a humedad inundó el aire. El hombre gritó con una voz que no era suya: —¡Fuera de aquí! ¡No es tuyo! ¡Es mío! ¡Se alimenta de mí!

Me arrodillé a su lado y posé mi mano sobre su pecho sudoroso. No temblé. Sabía que no estaba solo. Sentí una fuerza descendiendo sobre mí, envolviéndonos a todos. Era la presencia del Espíritu Santo. —¡En el nombre poderoso de Jesucristo! —grité—. ¡Espíritu de gula, de muerte, de odio! ¡Te ordeno que sueltes este cuerpo! ¡Esta alma no te pertenece!

El hombre se arqueó en la cama. Su boca se abrió como si vomitara fuego invisible. Chilló como un animal herido. Su esposa gritaba desde la cocina. Golpes sonaban en las paredes. Era como si toda la casa se rebelara contra la luz

Pero no retrocedimos. La hija oraba a mi lado. Lloraba, pero no de miedo… sino de esperanza. Su voz temblaba, pero su fe era fuego puro. —¡Papá, Dios te ama! ¡Vuelve! ¡No te vayas!

Y entonces ocurrió lo sobrenatural. Un silencio profundo cayó. El aire se hizo liviano. El cuerpo del hombre se relajó. Sus ojos se abrieron… y por primera vez, me miró. Estaba allí. Regresó. Lloró. No dijo una palabra. No necesitaba hacerlo. Había sido liberado.

Nos abrazamos. Lloramos. Oramos, ya no por liberación, sino por restauración. Porque lo que había ocurrido esa noche no fue solo un exorcismo, sino una batalla ganada por la fe, un corazón salvado por el amor inquebrantable de una hija.

A la mañana siguiente volvimos. Y allí estaba él… sentado a la mesa, desayunando pan con café junto a su esposa y su hija. Vivo. Tranquilo. Con una paz que solo puede venir del cielo.

La esposa no hablaba, pero sus ojos estaban diferentes. La hija sonreía.

Esa casa, que había sido cárcel de odio, ahora tenía aroma de hogar.

Y comprendí algo que jamás olvidaré:

A veces los demonios no vienen del infierno… se gestan en las grietas del alma humana. Pero también allí, donde el amor resiste, Dios hace su milagro.

0 comentarios

Enviar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *