Cuando la Fe Venció al Miedo

Jun 9, 2025


Testimonio de Marcelo Toledo Hurtado – Montero, Santa Cruz

 Mi nombre es Marce lo Toledo Hurtado, y soy hijo agradecido de Montero. Nunca imaginé que viviría algo tan grande, tan con movedor y tan profundamente espiritual como lo que nos tocó presenciar junto al doctor Alejandro Unzueta. Hoy escribo estas líneas no solo como testigo, sino como hombre transformado.

 Corrían días difíciles. La pandemia nos había acorralado. Montero era un pueblo que caminaba sin aire, sin fe, sin consuelo. Cada día morían conocidos, vecinos, amigos cada noche, las oraciones eran más desesperadas. La ayuda no llegaba. La esperanza, menos aún.

 

Pero en medio de ese desierto, surgió una luz. Un hombre. Un enviado. Vimos en redes sociales que un médico del Beni estaba haciendo lo que nadie se atrevía: enfrentar al virus con ciencia, fe y valentía. Lo vimos en las calles de Trinidad, repartiendo medicamentos, rezando por los enfermos, levantando a los caídos. Y entonces lo supimos: ese hombre tenía que venir a Montero.

 

Lo contactamos. Alejandro no puso excusas. No pidió nada a cambio. Solo preguntó:
—¿Dónde están los enfermos?

 

Al día siguiente, desde las cuatro de la madrugada, la plaza donde atendería ya estaba llena. Más de 300 personas. Recuerdo los rostros. Algunos con fiebre. Otros con oxígeno portátil. Algunos en sillas de
ruedas. Otros, llevados en brazos por sus familiares. Nadie hablaba. Todos esperaban a él.

 

Y cuando llegó, algo sobrenatural sucedió. No sé explicarlo. El ambiente cambió. El aire se volvió más ligero. Sus pasos eran firmes. Su mirada, compasiva. Vestía sencillo, pero portaba algo más fuerte que cualquier bata blanca: una cruz al pecho y una fuerza espiritual que llenaba el lugar. Para muchos, era la primera vez que veían de cerca a ese “doctor del pueblo”. Para otros, el cumplimiento de una oración.

 

Apenas bajó de la camioneta, preguntó por los más graves. Recuerdo cuatro casos especialmente difíciles. Uno de ellos era un muchacho de no más de veinte años. Su madre, una mujer frágil, lo sostenía en brazos. Temblaba de fiebre, y tenía la mirada perdida. Estaba deshidratado, pálido, sin fuerzas. Pensamos que moriría allí mismo.

 

Alejandro se arrodilló a su lado. Le tomó el pulso. Le midió la saturación: apenas al canzaba 70. Le habló con dulzura. Le dio Curadil, aspirinas, y los famosos “cuatro jinetes celestiales”: azitromicina, indometacina, prednisona y bacterol. Luego lo llevó a la camilla. Lo acostó con cuidado. Aplicó el cataplasma de sal con agua caliente. Mientras lo hacía, explicaba a todos cómo replicar el proceso en sus casas. Pero su voz no era solo instrucción… era bálsamo, era guía, era palabra con autoridad.

 

Quince minutos después, cuando me acerqué a buscar al joven… ya no estaba. Lo busqué con la mirada. Y grande fue mi sorpresa: allí estaba, sin chamarra, de pie, conversando, sonriendo. Su madre lo abrazaba y lloraba. Todos los que vieron la escena sabían que habían presenciado un milagro.

Y entonces, Alejandro habló: —Yo puedo recetarles mil medicamentos… pero si no hay fe, nada funcionará. Solo Dios sana. Solo Él tiene la última palabra.

Fue como si esas palabras penetraran nuestras almas. Vi gente arrodillarse. Vi otros levantar las manos al cielo. Nadie quedó indiferente.

Ese día, estuve repartiendo los protocolos de tratamiento que él había desarrollado. No sentí miedo. No tuve temor de contagiarme. Y no fui el único. Todos sentíamos una cobertura invisible. Una paz indescriptible. Una certeza de que algo más grande nos protegía.

Alejandro no era solo un médico. Era un pastor, un guerrero, un hermano. Lo vi atender a los pobres con el mismo cuidado que a cualquier otra persona. Vi cómo abrazaba a los dolientes. Cómo oraba con fuerza por los que estaban por rendirse. Nunca se cansaba. Nunca decía “no puedo más”. Tenía el don de multiplicarse. De estar en todos lados. Y a cada paso dejaba milagros.

Lo que él hizo en Montero no fue una jornada médica. Fue una restauración colectiva. Las familias que antes se despedían de sus enfermos, ahora volvían a abrazarlos. Los niños que lloraban por sus abuelos, ahora reían. Hasta el clima pareció cambiar.

Recuerdo haberle dicho: —Doctor, ¿cómo lo hace? ¿De dónde saca fuerzas? Y él me respondió, con una sonrisa serena: —No soy yo. Es Dios.

Gracias, Alejandro. Gracias por haber es cuchado el llamado de un pueblo herido. Gracias por no haberte doblegado ante las críticas. Gracias por recordarnos que la ciencia y la fe no son enemigas… son la fórmula perfecta cuando el amor guía.

Ese día, Montero fue sanado. Y yo… fui sanado también.

 

 

 

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