Relato de Chino Monasterio
Me conocen como chino Monasterio.
No soy un hombre de palabras complicadas ni de discursos largos, pero hay cosas que, cuando uno las ha visto con los propios ojos, no puede callarlas para siempre.
Viví un milagro. Lo vi encarnado. No en un templo, no en una iglesia…
Lo vi en las calles polvorientas de mi tierra, en los pasillos improvisados de una cruzada que, sin anunciarse en noticieros ni con pancartas, llegó como un río de vida en medio del desierto de la muerte.
Compartí muchos días y muchas noches con el doctor Alejandro Unzueta, a quien en confianza todos llamábamos “Chino”.
No era solo un médico. Era un enviado. Lo veíamos llegar donde nadie más se atrevía, con una mochila llena de medicamentos en la espalda y el corazón desbordado de fe.
Atendíamos a miles cada día. Y cuando el sol se ocultaba y los insumos parecían agotarse, no nos íbamos a dormir.
Nos quedábamos en silencio, orando con las manos mien- tras armábamos más kits.
Yo tenía mi tarea: embolsar un medicamento específico. Era mecánico, repetitivo… hasta que una noche, levanté la mirada y lo vi. Caminaba entre nosotros, sin darse cuenta de lo que proyectaba. Reía, esa risa suya que lo volvía humano y divino al mismo tiempo. Pero no era él el que me impactó… era lo que lo rodeaba. Una luz. Un resplandor dorado, vivo, pulsante, que lo abrazaba como un manto sagrado.
Un aura amarilla, brillante, inconfundible, como si los cielos mismos lo hubieran marcado para distinguirlo entre los hombres.
Me quedé inmóvil. No le dije nada a nadie. Lo guardé en el silencio de mi alma como un tesoro sagrado
Porque uno no cuenta un milagro como quien cuenta una anécdota… se lo medita, se lo honra, se lo protege. Con los días, entendí que esa luz no era solo suya. Se nos pegaba. Nos alcanzaba.
Personas que nunca hablaron en público, comenzaban a explicar tratamientos con claridad. Gente tímida, torpe en las palabras, de pronto guiaba a multitudes con voz firme y corazón compasivo. Éramos transformados. No solo curábamos cuerpos… sanábamos almas.
Nos convertimos en médicos del espíritu. Y no porque supiéramos más, sino porque creíamos más. Creíamos en el bien. Creíamos que todo lo que hacíamos, aunque fuera pequeño, era parte de un plan más grande. Creíamos que Dios estaba en medio de nosotros… y eso bastaba.
Lo más sorprendente, sin embargo, no fue la luz… Fue el orden. Sí, el orden.
Miles de personas llegaban cada día. De pie, bajo el sol o bajo la lluvia. Y jamás… jamás vi una pelea. Jamás vi un empujón. Jamás oí un insulto.
Cuando los medicamentos se acababan, y Chino con el rostro adolorido decía “ya no hay más”, la gente no protestaba.
No exigía. Lo abrazaban. Le decían: “Gracias, doctor. Mañana será otro día”. Eso no se explica. Eso se vive. Y yo lo viví.
Por eso digo que aquello fue como el arca de Noé.
Porque la gente no llegaba con egoísmo. Llegaba con fe.
Se acercaban como animales guiados por algo superior: el amor, la esperanza, la certeza de que ahí —en esa cruzada, en ese gesto, en esa medicina compartida— Dios nos estaba visitando.
No era política. No era campaña. Era compasión. Era servicio. Era sacrificio puro.
Cada uno que recibía un frasco lo llevaba como si cargara una reliquia.
Y no solo lo tomaba… lo compartía.
Con su madre, con su abuelo, con su vecina enferma, con quien más lo necesitara.
Porque el bien, cuando es verdadero, se multiplica.
Y así lo entendí todo.
Chino no solo venía a sanar. Venía a recordarnos lo que habíamos olvidado: que el otro es mi hermano, que servir es amar, que dar es vivir.
Y que cuando Dios pone su mano, el caos se convierte en armonía.
Ese día supe que él era un instrumento. Que nosotros éramos el arca.
Y que la cruzada no era de médicos… Era un acto de amor divino.
“El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente. Diré yo a Jehová: Esperanza mía, y castillo mío; mi Dios, en quien confiaré.”— Salmo 91:1-2


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