El Hijo que Volvió a la Vida

Jun 9, 2025

No tenía más de veinte años. Su cuerpo, tembloroso y febril, parecía ya no responder. Lo vimos llegar sostenido apenas por su madre, una mujer delgada, de rostro desgastado, que lo alzaba con los brazos del amor más puro. Venían desde lejos, enterados de que aquel médico que obraba milagros en Trinidad ahora estaba en Montero.

Era temprano, pero la fila ya era larga. Su madre no soltó al joven ni un segundo. El muchacho tiritaba de frío. Vomitaba. Lloraba en silencio. No tenía fuerza para sostenerse, ni para protestar. Su piel estaba pálida, los labios morados, y su mirada su mirada estaba vacía, como si la vida estuviese a punto de irse.—Ayúdelo, por favor —suplicaba su madre.

Y entonces, el doctor Alejandro Unzueta se acercó.

Lo hizo como siempre lo hacía: con una paz que llenaba el ambiente, con una seguridad que desarmaba el miedo. Se agachó. Le tomó la mano al joven. Miró su rostro. Le midió la saturación.

—Esto es grave —murmuró, sin alarmar a nadie.

Con cuidado, lo acostó en la camilla. Le habló con dulzura. Le explicó a la madre que él no venía solo con medicina, sino con fe. Que necesitaban orar mientras él hacía lo que sabía hacer.

Comenzó el procedimiento. Le administró un Curadil. Luego las aspirinas. Después, uno por uno, los cuatro medicamentos celestiales. Cada dosis iba acompañada de una oración. Cada gesto, de una intención sagrada. Como un sacerdote ante el altar de lo invisible.

Y entonces vino la cataplasma de sal. Alejandro calentó el agua, humedeció la toalla, untó el Mentisan. Lo hacía con precisión, como si hubiese hecho eso mil veces. La colocó sobre la espalda del joven. Le pidió a la madre que orara con él. Y allí, de rodillas, comenzó la ver dadera batalla.

—Dios mío —decía Alejandro—, este hijo tuyo no morirá. Tú lo trajiste aquí. Tú no lo abandonarás ahora.

El joven empezó a sudar. Luego a toser. Luego respiró profundo. El color comenzó a volver a su rostro. Sus labios dejaron de temblar. Su mirada se aclaró. Era como si la muerte, que ya le rozaba la frente, hubiera sido empujada de nuevo al abismo.

Pasaron quince minutos. La madre lloraba. Alejandro seguía a su lado. Hasta que de pronto, el joven se sentó.—¿Dónde estoy? —preguntó.

Todos contuvimos la respiración.

—Estás vivo, hijo. Estás vivo… —le dijo su madre, abrazándolo con una mezcla de incredulidad y gratitud.

Minutos después, ya estaba de pie, caminando, incluso riendo débilmente con otros pacientes. Ya no tenía la chamarra que lo cubría. Ya no necesitaba que lo cargaran. Había vuelto. Volvió a la vida ante nuestros ojos.

Fue un milagro. No hay otra palabra.

Lo que presenciamos ese día no fue solo la recuperación de un joven. Fue la intervención directa de Dios. Fue un susurro del cielo que se convirtió en grito de vida. Fue una prueba más de que cuando la fe es verdadera y el amor es inquebrantable, los milagros suceden.

Y ese día, en Montero, sucedió uno más.

 

 

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