Fui un niño enfermo. De esos que crecen entre nebulizadores, inhaladores, radiografías y visitas a urgencias. Desde muy pequeño, fui diagnosticado con asma bronquial aguda, y cada cambio de clima, cada polvo, cada emoción fuerte podía desatar en mí una crisis que me dejaba sin aliento, literalmente.
Mis padres hicieron todo lo posible. Me llevaron con los mejores pediatras y neumólogos, algunos de renombre nacional.
Probamos todo: terapias, vacunas, tratamientos prolongados… pero mis pulmones seguían siendo frágiles como papel. Las infecciones broncopulmonares eran tan frecuentes que ya conocía el sabor de los antibióticos mejor que cualquier caramelo. Los médicos eran categóricos: “Esto no se cura. Su hijo será asmático toda la vida.”
Recuerdo claramente una noche en particular. Me desperté con un silbido ahogado en el pecho y lágrimas de desesperación.
Fue entonces cuando mi papá —ese hombre de ciencia y fe que es mucho más que un odontólogo— se sentó frente a mis exámenes clínicos. Estaba serio, en silencio. Revisó minuciosamente mis análisis de laboratorio, mis radiografías, mi historia médica. Lo hizo como si estuviera descifrando un misterio.
Y entonces, con esa precisión quirúrgica que lo caracteriza, preparó un tratamiento. Tres medicamentos. Ni uno más, ni uno menos. No eran fórmulas mágicas, pero sí exactas. Y lo más importante no fue la receta: fue su entrega.
Cuatro veces al día, sin falta, él mismo me daba cada dosis. De día y de noche, con el rigor de un cirujano y el amor de un padre. No dormía. Controlaba mis horarios con exactitud. Me cuidaba el cuerpo… pero también el alma. Me abrazaba cuando tenía miedo. Me hablaba de esperanza. Me decía que no iba a ser así para siempre. Que íbamos a salir de esa cárcel invisible.
Y así fue. Milagrosamente —aunque para él no fue milagro, sino fe, ciencia y entrega— nunca más volví a tener una crisis asmática. Mis pulmones, que eran débiles y condenados por muchos, se hicieron fuertes. Hoy tengo 24 años, y apenas me resfrío. Jamás volví a ser asmático. Jamás.
Ese fue el primer gran milagro que vi en mi vida. Y fue con mi propio cuerpo. Entonces comprendí que mi papá no era solo un odontólogo de profesión, sino un científico con profundo conocimiento en farmacología, microbiología, bioquímica, patogenia y tratamiento de enfermedades. Había sido docente universitario de esas materias y, con los años, se había convertido en máster en cirugía oral avanzada e implantología. Pero, más allá de todos sus títulos y especialidades, era un hombre que sabía ver más allá de lo evidente. Donde otros diagnosticaban cronicidad, él veía la posibilidad de restauración.
Y esa visión, esa capacidad de conectar ciencia con compasión, se volvió su forma de vivir.
Durante la pandemia, lo vi con los mismos ojos con los que lo vi aquella vez junto a mi cama. Lo vi llevar medicamentos sencillos, pero efectivos, a los rincones más olvidados del país. Lo vi arrodillarse en casas humildes, leer diagnósticos al pie de una cama, hablar con enfermos con la ternura de un padre y el discernimiento de un maestro. Donde nadie llegaba, él llegaba. Donde otros veían estadísticas, él veía rostros, nombres, almas.
Una madrugada me pidió que lo acompañara a Nueva Britannia. Llovía, el cielo era gris y los caminos, barro puro. Entramos a una casa donde una mujer yacía sin fuerzas. Él se acercó con respeto, revisó, palpó, diagnosticó. Preparó su tratamiento y, mientras lo aplicaba, lo vi rodeado de una luz invisible. Era como si el aire a su alrededor vibrara. No era una visión mística, era una certeza espiritual: Dios estaba con él.
La mujer abrió los ojos, suspiró profundo… y volvió a la vida. Así fue cada día de esa cruzada: una mezcla perfecta entre ciencia aplicada y fe operante. Y cada vez que sanaba a alguien, recordaba que yo también había sido sanado. Que yo era prueba viva de que la entrega total de un padre, guiada por sabiduría y fe, puede cambiar un destino clínico.



Una anciana ciega una vez tocó su rostro y dijo que veía su aura azul, brillante, inmensa. Yo también la veía, no con los ojos, sino con el alma. Porque él camina con algo más: con un fuego interno que no se apaga, que lo empuja a servir incluso cuando el cuerpo le pide descanso.
Hoy lo digo con certeza y sin temor a exagerar: mi papá es un milagro viviente. Un puente entre la ciencia y el amor. Un apóstol con estetoscopio y rosario. Un maestro que enseña con el ejemplo. Y un padre… que me salvó la vida.
Desde que tengo memoria, he visto a mi padre sanar. No solo con medicamentos, sino también con fe, entrega total y un corazón tan grande que parecía abrazar a todos los que sufrían. Sí, es médico, pero más que eso, es un hombre de Dios. Durante la pandemia de COVID-19, cuando el miedo se apoderaba de los pasillos hospitalarios y la muerte parecía inevitable, estuve a su lado. Vi cómo hombres y mujeres, al borde del final, recobraban la vida gracias a su ayuda. En medio del caos, él era una luz.
No utilizaba tratamientos costosos ni dependía de tecnología sofisticada. Con medicamentos simples, atención cercana y una fe inquebrantable, lograba lo que para muchos era imposible. Mientras otros perdían la esperanza, él la encendía en los corazones.
Pero su vocación no nació con la pandemia. Desde mucho antes, lo vi atender a campesinos, a amigos, a desconocidos. A personas que no podían pagar una consulta, pero que recibían, en cambio, un gesto de amor y sanación. Donde otros veían un gasto, él veía una vida.
Mi padre nunca puso precio a su ayuda. Si alguien necesitaba medicamentos, los entregaba. Si alguien no tenía qué comer, también llevaba alimentos.
Lo vi una y otra vez: cargando bolsas, visitando hogares humildes, compartiendo con una generosidad que no esperaba nada a cambio.
Él no solo es el médico del pueblo. Es un testimonio vivo de lo que significa vivir para servir. Y yo, con orgullo en el alma, puedo decir que fui testigo de sus milagros.
“En verdad les digo que todo lo que hicieron por uno de estos hermanos míos más pequeños, por mí lo hicieron.” — Mateo 25:40
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