El milagro del té y la fe en Trinidad

Jun 9, 2025

Testimonio de:Marcelo Jaldín

Una tarde cualquiera, en medio del caos que vivíamos durante la pandemia, recibimos una llama
da urgente. Estaba junto al gobernador, el doctor Alejandro Unzueta. Nos pidieron ayuda para una familia en Trinidad. No era la primera vez que salíamos al rescate, pero algo en esa llamada tenía un
tono distinto, casi sagrado.

 

Fuimos sin demora. Llegamos a una casa modesta, casi escondida entre otras de un barrio humilde, donde la pobreza no solo era visible, sino que se respiraba. Al entrar, vi una escena que nunca olvidaré: un hombre, postrado en una silla, en una esquina oscura del cuarto.

Su piel era verde, como si la vida estuviera escapando por sus poros. Respiraba con un sonido agudo, desgarrador como si un gato estuviera atrapado dentro de sus pulmones, luchando por salir.

Yo mismo me estremecí. Pensé que no llegaríamos a tiempo. Pero el doctor Unzueta no titubeó. Con la serenidad de quien camina entre lo imposible y lo divino, pidió que le calentaran agua. No había cocina moderna, solo una hornilla a leña. Mientras encendíamos el fuego, nos informaron algo aún más delicado: la esposa del hombre estaba embarazada y también tenía COVID.

Vi en los ojos del gobernador un brillo que no era miedo, era compasión activa, determinación
pura.

El agua hirvió. En ese humilde fogón comenzó a cocinarse algo más que un té: se estaba preparando un acto de fe. El doctor mezcló miel, hierbas, medicinas, y lo que él llama su hemoterapia. Pero yo sé que ahí también había oración. Le administró la mezcla al enfermo, mientras nosotros mirábamos en silencio,
sintiendo que estábamos siendo testigos de algo sagrado.

Pasaron apenas diez o quince minutos. Y entonces ocurrió el milagro.

El color del hombre cambió. Donde antes había muerte, volvió la vida. Su piel se iluminó, su respiración se normalizó. Se incorporó levemente, y sus ojos dejaron de estar vacíos. Fue —y lo digo sin temor— uno de los momentos más poderosos, místicos y reales que he presenciado en toda mi vida. Lo vi con mis ojos. Y hasta hoy, me cuesta explicarlo con palabras humanas.

Nos quedamos conversando largo rato con el doctor Unzueta. Hablamos no solo de medicina, sino de alma. Porque entendimos una gran verdad: las medicinas no funcionan si el alma no cree. El cuerpo no sana si el espíritu no se aferra a algo más grande.

Al día siguiente, recibimos un video. Era la familia. La misma que vimos al borde de la muerte. El primero en hablar fue el hombre de la silla, el que no podía respirar ni articular palabra. Luego habló su esposa embarazada, luego su madre. Todos, con vida en el rostro, con palabras de gratitud. Parecía que nunca
habían estado enfermos. Fue tan impactante, que lloré. Sí, lloré. Porque hay cosas que uno guarda en el alma, y esa escena se me quedó tatuada.

Desde entonces, cuento esta historia a quien me escuche. Porque no fue solo medicina lo que vimos ese día. Fue fe. Fue amor en acción. Fue ciencia guiada por algo más alto. Fue Dios mismo usando las manos de un médico que no se rindió, que confió, y que luchó por su pueblo.

Yo soy Marcelo Jaldín, y este testimonio no es un cuento. Es real. Lo viví. Y lo seguiré contando hasta el último de mis días. Porque cuando uno ve un milagro, el corazón se convierte en altar.

Gracias, doctor Alejandro Unzueta. Gracias, gobernador del pueblo. Que Dios lo siga usando como instrumento de vida y esperanza.

 

 

 

 

0 comentarios

Enviar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *