El Regreso del Tomaruti

Jun 9, 2025

Hay milagros que no se cuentan con la voz, sino con el alma. Milagros que se graban en la memoria del pueblo y se transmiten como canto sagrado entre generaciones. Este sucedió en Rosario del Yata, una comunidad escondida entre los pliegues del verde amazónico, a más de treinta kilómetros de Guayaramerín, donde el polvo y el sol parecen interminables.

Aquel día, una madre de familia fue llevada de emergencia en un vehículo improvisado: un viejo Tomaruti, convertido en ambulancia por la necesidad y la urgencia. El motor rezongaba como un animal herido mientras recorría ese camino calcinante, cargando el cuerpo frágil de una mujer que apenas respiraba. La llevaban desde Guayaral del Yata al hospital más cercano. Pero al llegar, la realidad fue aún más dura: no había oxígeno, no había medicamentos, no había camas… ni siquiera esperanzas.

Los médicos no pudieron hacer nada. La desahuciaron. Y así, con el mismo Tomaruti, la mujer regresó a su comunidad. Iba vencida, resignada, apenas sostenida por el amor de sus hijos y la fuerza del destino.

Fue entonces, en ese punto exacto donde se cruzan el abandono humano y la intervención divina, que nosotros aparecimos —Culebra y yo— como guiados por una fuerza mayor. La vimos, la reconocimos. Y algo dentro de nosotros gritó que no podíamos dejarla morir así. Dimos la vuelta. La alcanzamos. Y desde ese momento, comenzamos a escribir, sin saberlo, una página sagrada de nuestra historia.

Nos comunicamos con usted, doctor Unzueta, que era en ese entonces no solo un médico, sino una voz enviada por el cielo. Le contamos todo: su estado, la urgencia, la impotencia. Usted no dudó. Nos envió el protocolo completo, detallado como una receta dictada por los ángeles: las tabletas, las inyecciones, los nombres exactos. Nosotros, simples hombres del pueblo, nos convertimos en instrumentos de un acto divino.

Cuando llegamos a Rosario del Yata, el calor del mediodía era como un manto de fuego. La señora estaba peor. Su saturación apenas alcanzaba los 40. Su cuerpo, vencido y sin aseo, emanaba el olor de quien libra una batalla silenciosa desde hace días. Aun así, no nos detuvimos.

Conseguimos un pequeño tanque de oxígeno manual del centro de salud. Le colocamos la mascarilla. Le dimos las
tabletas reveladas por Dios: indometacina, cotrimoxazol, enoxaparina. Y junto a la ciencia, aplicamos la fe: la terapia natural que en nuestras tierras llamamos el sueta. Le dimos masajes con sal, le preparamos tés con hierbas de poder ancestral, y por encima de todo, oramos.

Cada mañana volvíamos.

Cada tarde regresábamos.

No solo la medicábamos, la cuidábamos como a una madre. Le llevábamos alimentos que recolectábamos entre vecinos de corazón noble, para que sus hijos no pasaran hambre mientras ella libraba su cruzada entre la vida y la muerte.

Fueron quince días de vigilia. Quince días de lucha, oración y esperanza. Las noches eran largas, los días ardientes, pero la fe no se quebró. Y en el día quince, como quien ve abrirse el cielo, la mujer se levantó.

Hoy camina entre los suyos. Sonríe. Cultiva. Agradece. Y con cada palabra que sale de su boca, da testimonio de que la fe puede lo imposible, y que cuando la ciencia se pone al servicio del espíritu, los milagros florecen donde parecía no haber vida.

Ella estaba a punto de partir. Pero Dios dijo: aún no. Y su palabra se cumplió, como siempre lo hace cuando hay fe verdadera.

Nosotros no éramos médicos. No teníamos uniforme ni título. Solo teníamos amor, fe y obediencia al llamado de ayudar. Y eso bastó para ser instrumentos. Ángeles de tierra firme, enviados a cumplir una misión.

Como está escrito: “Si tuvieras fe como un grano de mostaza, dirías a esta montaña: muévete… y se movería”.

En Rosario del Yata, esa montaña fue la muerte. Y la fe la movió.

 

 

 

 

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