La receta que despertó a mi madre Testimonio de Jorge Leigue

Jun 7, 2025

Había una vez, en la tierra bendita de los valles cochabambinos, una madre cuya luz comenzaba a apagarse. Como una vela al borde del viento, su aliento se hacía cada vez más tenue, más frágil. Era febrero de 2023, cuando las nubes oscuras del destino se posaron sobre nuestra familia, y el silencio —ese que anuncia las partidas— comenzó a habitar nuestra casa.

Dicen que cuando un alma buena está por partir, los pájaros se esconden, el tiempo se detiene y hasta los relojes laten más despacio. Mi madre, guardiana de nuestras memorias y tejedora de nuestras primeras oraciones, había caído en un profundo sopor. Los sabios de la medicina la declararon desahuciada, y los suyos —hijos y nietos— emprendimos un éxodo familiar para acompañarla en su último sendero.

Yo, Jorge, su hijo, inicié un viaje que parecía extraído de una vieja escritura profética: sorteé bloqueos como si fue- ran pruebas del espíritu, pasé por Yucumo y Caranavi como quien atraviesa desiertos interiores, crucé La Paz y Oruro buscando el consuelo del cielo, hasta finalmente volar a Cochabamba, como enviado por una voz que me susurraba que aún no era el final.

Al llegar, la vi tendida como un lirio marchito. No hablaba, no comía, no soñaba. Solo dormía, como si su alma ya hubiese cruzado un río del que solo los elegidos pueden volver. Aquella noche, mis hermanos —con los ojos nublados por la tristeza— hablaban de preparar su partida, incluso su cremación. Yo no podía aceptarlo. En mi pecho, algo más fuerte que el miedo me hablaba: era la fe.

Tomé entonces mi teléfono, como quien empuña un arma sagrada, y marqué el número del doctor Alejandro Unzueta. No llamé a un médico: llamé a un profeta de la medicina, a un enviado de ciencia y fe. Y él, desde tierras cruceñas, respondió como quien ya sabía que debía atender un llamado divino.

Su voz fue serena, como la brisa que antecede a la lluvia. Me entregó una receta que no era común: era una fórmula bendita, una mezcla de conocimiento terrenal y sabiduría celestial. El Curadil, en dosis mayores, junto a otros tres nombres de medicina que parecían más conjuros de vida que simples fármacos. Era el brebaje para despertar a quien estaba atrapada entre dos mundos.

Esa noche, mis hermanos llevaron la receta al médico tratante, quien, al leerla, abrió los ojos como quien descubre un secreto antiguo. —Es excelente —dijo.

Y nosotros, como discípulos de la esperanza, salimos en busca de los ingredientes. Farmacorp fue nuestro Monte Sinaí, y cada frasco, cada ampolla, fue como recibir los elementos de un milagro por venir. A las once ocurrió el primer prodigio. Mi madre, que dormía como los lirios del campo en invierno, abrió los ojos. Me miró y, en sus pupilas, vi reflejado el cielo. Me pidió mi mano. Le coloqué alabanzas suaves, esas que desde niño me enseñó.

“Perdona a tu pueblo, Señor.” Los ángeles invisibles entonaban himnos en su oído. Y entonces, como en el relato de Lázaro, a las 4:30 de la madrugada, se incorporó. El sopor se fue. La muerte retrocedió. La vida volvió. Su voz, que había sido silenciada por la enfermedad, brotó como un río después de la sequía.

Llamé a mi hermana. Le dimos la medicina, no solo con jeringas, sino con lágrimas de gratitud y manos ungidas por la fe. A las 6 avisamos al resto de los hermanos. A las 7, el sol nos bendecía mientras preparábamos su traslado a Trinidad, donde los cielos la esperaban abiertos.

Y así fue como mi madre, tocada por la sombra, volvió al mundo de los vivos. No por la terquedad de sus hijos. No por la ciencia sola. Sino por la conjunción sagrada entre el conocimiento y lo eterno.

Porque en aquella receta venía encapsulado no solo una fórmula, sino un milagro. Un soplo divino que necesitaba un instrumento: el doctor Alejandro.

Por eso hoy escribo este testimonio, no como una historia más, sino como una parábola verdadera de nuestra era. Porque cuando todo parecía escrito, Dios volvió a escribir. Y lo hizo con tinta de fe sobre el pergamino de nuestra esperanza.

“Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces.” — Jeremías 33:3

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