La Revelación Divina

Jun 7, 2025

Pero yo no podía quedarme de brazos cruzados. No después de todo lo que había visto, de todo lo que Dios me había mostrado.

Cuando el mundo comenzó a despertar al caos, yo ya llevaba meses despierto.

Lo que para muchos fue una sorpresa, para mí fue una confirmación. La “neumonía extraña” de Wuhan se volvió una amenaza global. Y todo lo que Dios me había revelado —las mascarillas, los hospitales, la cuarentena, el miedo— comenzó a tomar forma con una precisión casi dolorosa.

El silencio fue reemplazado por alarma. Las calles se vaciaron. Los noticieros no hablaban de otra cosa. Y entonces, el mundo hizo lo único que supo hacer al principio: tener miedo… y administrar ibuprofeno o paracetamol.

Pero yo no podía quedarme de brazos cruzados. No después de todo lo que había visto, de todo lo que Dios me había mostrado. Sabía que tenía que actuar, que había una fórmula, una estrategia, una esperanza real, concreta, eficaz.

Y fue entonces cuando la cura fue revelada. Una madrugada, en oración, sentí que el Espíritu de Dios me hablaba con claridad. Me mostró una combinación de sustancias, principios activos y tratamientos naturales que no solo combatían el virus, sino también su efecto devastador en el organismo. No era una sola sustancia. Era una terapia multifocal. Un enfoque integral. Un plan de batalla divino. Cada componente tenía una función específica:

  • Antiparasitarios, para limpiar la carga microbiana asociada.
  • Antiinflamatorios, para controlar la tormenta de citoquinas.
  • Antibióticos, para frenar infecciones oportunistas.
  • Vitaminas y minerales, para fortalecer las defensas.
  • Por encima de todo, fe, oración y paz espiritual.
  • La fórmula no vino de un laboratorio. Vino de lo Alto. Y yo solo era el mensajero.

Comencé a compartirla, primero con quienes me rodeaban: pacientes, amigos, médicos, comunidades. Al principio, hubo escepticismo, claro. ¿Cómo creer que una cura podía venir de un sueño? ¿Cómo aceptar que un médico que ora tuviera una clave antes que la industria farmacéutica? Pero los resultados hablaron por sí solos.

Personas que estaban gravemente enfermas comenzaron a recuperarse. Casos complicados mostraban mejoras rápidas. La gente, desesperada por una alternativa, empezó a llegar. A lla- mar. A rogar por ayuda. Y nosotros no teníamos millones, ni hospitales de lujo.Teníamos una terapia. Teníamos fe. Y teníamos la convicción de que cuando Dios guía, nada es imposible. Así comenzó lo que más adelante llamarían una cruzada. Pero para mí, no fue una cruzada médica. Fue una misión espiritual con respaldo clínico. Fue el momento en que ciencia y fe se abrazaron para salvar vidas. No teníamos tiempo para convencer a todos. Teníamos tiempo para actuar.

Y mientras el mundo se debatía entre el miedo y la espera, nosotros ya estábamos luchando por cada alma que podíamos salvar. Porque cuando Dios te revela algo, no es para que lo guardes. Es para que lo compartas. Y lo pongas al servicio de los demás. Aunque te tachen de loco. Aunque te llamen fanático. Aunque te quieran silenciar.

El 15 de mayo del 2020 marcó un antes y un después en mi vida, en mi misión y en mi entendimiento de lo que significa servir. Aquella tarde, partí junto a mi primo Rocco Shiriqui —compañero infatigable de esta cruzada de fe y sanación— rumbo a Puerto Suárez. Nos acompañaba también Ronald Vargas. Ambos habían sido testigos de muchas de las revelaciones que ya relaté en los capítulos anteriores.

En plena carretera, recibí una llamada que me estremeció: era mi hija, desesperada. Le costaba respirar. Ya le había administrado la terapia que, con fe y experiencia, aplicábamos, pero en ella no daba resultado. Había usado el vapor de eucalipto, té de manzanilla, jengibre… nada funcionaba. Me dijo, con voz entrecortada:

 —Papá… capaz ya no pueda más.

Llegamos a Puerto Suárez a eso de las tres de la tarde. Nos sentamos en tres hamacas en la hacienda de mi amigo Jorge Boheme. Con el corazón quebrado y lleno de angustia, oré. Pedí a Dios que me iluminara. Le recordé las bendiciones que habíamos vivido, la ayuda que habíamos llevado a 36 comunidades campesinas en Porongo, el alimento que habíamos compartido con tantas familias. Le pedí sabiduría, no para mí, sino para salvar.

Tomé mi teléfono. Empecé a buscar. Entré a artículos científicos como guiado por una mano invisible. Lo milagroso no fue solo lo que hallé, sino cómo lo hallé. Veía estudios, libros, ensayos… que más tarde, cuando intentaba encontrarlos de nuevo, ya no aparecían. Era como si se manifestaran solo para ese momento, para esa necesidad urgente.

Uno de esos artículos hablaba de que el COVID-19 era una mutación relacionada con el virus del SIDA. Entonces dejé de buscar en bibliografía sobre coronavirus y comencé a explorar estudios sobre el VIH. Así llegué a una publicación cubana titulada La Neumocistosis: 100 años de historia. Hablaba del Pneumocystis carinii, un protozoo que luego se clasificó como hongo. Al leer los síntomas —tos seca, fiebre, disnea, cefalea— era como leer una radiografía del COVID-19. Y entonces vi el tratamiento: sulfametoxazol-trimetoprim. 

Llamé a mi hija. Le pedí que buscara en su botiquín Bactrim o Bacterol. Lo tenía. Aunque dudo- sa, lo tomó. Quince minutos después me llama y me dice:

 —Papito… esto es un milagro. Ya puedo respirar. Ya no me duele la cabeza. La tos ha desaparecido. Entré emocionado a la habitación. Desperté a mi primo: —¡Primo, encontré la cura!

Pero yo no podía dormir. Me recosté, sí, pero una mezcla de emoción, gratitud y presencia espiritual me invadió. Lloré, agradecí y pregunté: —¿Por qué yo?

Entonces ocurrió. Sentí la presencia. Un ser de luz entró en mi mente, en mi alma, y me mostró toda mi vida desde niño. Como una película proyectada en mi interior, recordé cada vivencia que parecía haber sido preparación para este momento. Me reveló los cuatro medicamentos clave: indometacina, prednisona, sulfametoxazol-trimetoprim y azitromicina.

No fue solo eso. También me mostró la necesidad de la vitamina C, los anticoagulantes, la aspirina. Vi algo que aún el mundo no nombraba: coagulación intravascular diseminada, micro- coágulos que eran causa silenciosa de muerte. Mientras otros apenas hablaban de paracetamol, a mí me revelaban los verdaderos combatientes del mal. Algunos me llamaban loco. Pero yo ya lo había visto.

Y en medio de esa revelación, el ser de luz me dio un mensaje aún más profundo, uno que debía entregar al mundo:

 “Diles que están destruyendo mi mejor creación. Tienen cinco años para cambiar la avaricia, si no, el mundo cambiará como lo conocen.” Ese mensaje me marcó. No solo era una cura médica. Era una advertencia espiritual. Una última oportunidad.

Al día siguiente, trabajamos intensamente. A eso de las cinco de la tarde, ya de regreso hacia Santa Cruz, recibí otro llamado desesperado: la esposa de mi amigo Choquito Villazón estaba muriendo. Le di las indicaciones. Estaba desahuciada en casa, él en cuarentena en su hotel. Siguió la receta. Y al amanecer, ella estaba sana.

Conmovido por todo lo vivido, sentí que debía compartirlo. Poco después, revelé todo esto en una conferencia pública transmitida por Gigavisión. Relaté con transparencia cómo se me había manifestado aquel ser de luz, cómo había visto la enfermedad desde el espíritu y la ciencia, y cómo había recibido la cura y el mensaje para la humanidad.

Lo dije claro, sin temor ni vergüenza: —Me fue revelado que estamos destruyendo la mejor creación de Dios: el ser humano. Que tenemos cinco años para cambiar la avaricia, para detener la destrucción, para reencontrarnos con lo esencial. Si no, el mundo cambiará como lo conocemos.

No buscaba fama. No buscaba aplausos. Solo obedecía. Pero los ataques no se hicieron esperar. Me llamaron loco. Se burlaron. Ridiculizaron mis palabras, como siempre se ridiculiza al que ve más allá. Pero lo que yo había vivido era real. Mi hija se salvó. La esposa de Choquito sanó. Y cientos, miles después también.

Yo no necesitaba que me crean. Yo solo necesitaba ser fiel al mandato que recibí. Porque cuando uno ha sido testigo de lo divino, la verdad se vuelve irrenunciable.

Y así comenzó esta historia que les seguiré contando en los próximos capítulos. Una historia donde la ciencia se arrodilla ante la fe, y la fe ilumina el camino de la sanación.

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