Salvar vidas no fue gratis.
Y no hablo solo de dinero, porque eso lo di sin medida, sin pensar. Lo que verdaderamente entregué fue
mi alma. Ofrecí mi tiempo, mi salud, mi cuerpo, la tranquilidad de mi familia… lo entregué todo por cumplir con una misión que, estoy convencido, solo pudo venir de Dios.
Lo que vivimos no fue una simple campaña médica. Fue una cruzada de fe. Un milagro hecho carne. Día tras día, paso a paso, persona tras persona. Vi cómo miles fueron sanados físicamente, pero también cómo muchísimos más fueron tocados espiritualmente.
Se cayeron muros de orgullo. Se reencontraron familias. Escuché oraciones profundas, sinceras, nacidas del dolor y la esperanza. La pandemia no solo trajo enfermedades. Trajo reconciliación. Trajo humanidad. Me trajo un propósito.
Jamás busqué aplausos. Tampoco cargos ni reconocimiento. Solo obedecí. Y en esa obediencia, fui testigo de lo sobrenatural.
Porque cuando uno se vacía de sí mismo, Dios se encarga de llenarlo con lo que el mundo necesita: compasión, valentía, sabiduría y amor.
Hoy, al mirar hacia atrás, puedo decir con certeza que esta cruzada no fue solo una respuesta al caos. Fue un llamado. Y yo respondí. Por eso, con humildad y gratitud, puedo decir: misión cumplida.
Y aunque el mundo siga cambiando, y vengan nuevas crisis, dejo este libro como testimonio vivo de que, cuando Dios llama y el corazón se entrega, nada es imposible.
“He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe.”
— 2 Timoteo 4:7
Alejandro Unzueta Shiriqui
0 comentarios