Revelaciones del alma, sanación del espíritu: Testimonio de Andrés Moreno

Jun 7, 2025

Mi nombre es Andrés Moreno. Soy amigo del doctor Alejandro Unzueta y fui testigo—conmovido y agradecido—del actuar de un hombre guiado no por el poder de este mundo, sino por la luz divina del Altísimo.

En los días más oscuros de la pandemia, cuando la muerte acechaba en cada esquina y el miedo se apoderaba de los corazones, solo una chispa mantenía encendida la esperanza: la fe.

En Trinidad y en todo el Beni, no había vacunas, ni tratamientos oficiales, ni insumos suficientes. Pero entre la neblina del dolor, emergió una figura sencilla, sin investidura política ni respaldo institucional, pero llena de una autoridad que no se impone, sino que irradia desde lo alto. Alejandro Unzueta caminaba con la serenidad de quien ha sido enviado y con la firmeza de quien ha recibido un llamado.

Reunió a doce hombres, sus más fieles compañeros, como lo hizo el Maestro con sus discípulos. Con ellos compartió no solo el conocimiento científico hallado en noches de desvelo y estudio, sino también las revelaciones que le llegaban en oración. Así nació el “kit de los cuatro medicamentos”: prednisona, azitromicina, indometacina y citrato de potasio. Medicinas humildes en apariencia, pero guiadas por un propósito superior, lograban detener la embestida de la enfermedad. No era solo química. Era fe encarnada en acción.

Pero lo más sorprendente no fueron los medicamentos. Fue el milagro de sus manos. Alejandro imponía sus palmas sobre los enfermos y decía sentir fuego sagrado en ellas. Pedía una toalla, un poco de sal y se ponía a orar. Con voz templada y mirada fija en el cielo, clamaba por la vida. Entonces sucedía lo inexplicable. Respiraciones que volvían, saturaciones que se elevaban, cuerpos que se alzaban. Lo vi. No me lo contaron. Fui testigo del poder de Dios obrando a través de él.

Una madrugada de diciembre de 2020, en el condominio El Dorado, mientras preparábamos kits en silencio, Alejandro me miró con gravedad y me dijo: —“Tenés que preguntarle a tu padre por el libro azul que está leyendo.”

Me quedé helado. Él no conocía a mi padre. Nadie había entrado a mi casa en meses. Al día siguiente, intrigado, pregunté. Mi padre, sin vacilar, me mostró un librito azul guardado en su churrasquera: un tomo antiguo sobre la Guerra del Chaco, parte de una colección del periódico La Razón. Con él vinieron los relatos de mi abuelo combatiente y de su valor. Alejandro no podía saberlo… pero lo sabía. Cuando le pregunté cómo, me respondió, como quien habla desde otra dimensión: —“Son visiones. Revelaciones. El Espíritu me muestra para proteger a quienes están a mi lado.”

Entonces comprendí. Alejandro no solo curaba cuerpos. Tocaba almas, removía culpas, sanaba memorias, reconstruía espíritus quebrados.

El sacrificio que asumió fue inmenso. No pidió nada. Dio todo. Calculó haber invertido más de dos millones de dólares de su patrimonio. Vació cuentas, vendió propiedades, compró medicamentos por miles en farmacias de todo el país. Fletó vuelos comerciales enteros para transportar kits al Beni, cuando los cielos estaban cerrados por orden presidencial. Alquiló avionetas para llegar a los rincones más olvidados, cruzando cielos velados por la incertidumbre. Y cuando no pudo volar, caminó.

Mandó ayuda a cada rincón de Bolivia. No buscó cámaras. No pidió medallas. Lo hizo por amor. Por obediencia. Por mandato divino. Porque sabía que su misión no era política, era profética.

Yo mismo recibí ese tratamiento. También mis familiares y amigos. Pero lo que más me marcó no fue lo que tomó mi cuerpo, sino lo que sintió mi alma: la certeza de que, en medio de una pandemia, Dios no nos había abandonado. Se hizo presente en la figura de un médico humilde, que se dejó guiar por la voz del cielo y respondió con entrega total.

Alejandro es un hombre de ciencia, sí. Pero es, ante todo, un hombre de Dios. Un canal. Un instrumento. Un pastor de la vida.

“Sanad enfermos, limpiad leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios; de gracia recibisteis, dad de gracia.” — Mateo 10:8

Y así lo hizo. Con gracia. Con fe. Con fuego en el alma.

Sanó cuerpos. Liberó espíritus. Y sembró esperanza donde solo había muerte.

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