Revelaciones que sanan

Jun 7, 2025

Desde junio de 2019, comencé a tener una serie de sueños que, al principio, me resul- taban desconcertantes. Se presentaban con nitidez, como si alguien me estuviese dictan- do un mensaje. Los compartí con mi esposa, con mi madre, con mis hijos y con amigos cercanos. Pero nadie me creía. En mis sueños aparecía un virus mutante, invisible a las defensas humanas. Se activaba de forma distinta en cada organismo, según la resistencia de cada persona, generando distintas enfermedades. Supe entonces que era real…

Soñé con tratamientos, con fórmulas médicas, con la necesidad de unir la ciencia y los elementos naturales. Veía sal, hojas de eucalipto, baños de vapor, y luego medicamentos: antibióticos, antivirales, anticoagulantes. Eran nombres que ni siquiera había leído en mis años de estudio. Pero despertaba y los escribía. Más adelante supe que esas revelaciones me estaban preparando.

Cuando el virus se desató en el mundo, confirmé que todo aquello era cierto. Y aunque la comunidad científica no reaccionó a mis advertencias iniciales, yo sabía que debía seguir. En casa, comenzamos a utilizar nuestros propios recursos para ayudar. Llevábamos víveres —arroz, harina, fideos, pollo, huevos— a comunidades enteras. La ayuda no se detenía, y eso despertó preocupación.

Mi esposa, ya un poco inquieta por tantos recursos que estábamos destinando, me reclamó con razón. Fue una discusión honesta, nacida del amor y del agotamiento. Pero entonces ocurrió algo inesperado: mi hija Ana Yara bajó las escaleras y me dijo, con lágrimas en los ojos: —Papá, no quiero que te pelees con mi mamá. Yo soñé con Dios. Me dijo que te pongas a estudiar, que vas a descubrir la cura.

Esa frase me estremeció. Volví a los libros. Una de mis hijas, Alejandra, me regaló un tratado de farmacología avanzada. Y sucedía algo increíble: abría las páginas y las respuestas estaban allí,iluminadas, directas, como si Dios mismo me las hubiese revelado.

Cuando declararon la cuarentena en marzo de 2020, algo en mí no pudo quedarse quieto. Le dije a mi hijo: —¿Por qué solo se puede salir una vez por semana a comprar? Tenemos que ayudar a los pobres.

Y así comenzó una cruzada de fe y acción. Durante semanas, organizamos y distribuimos más de 10 toneladas de alimentos cada dos días a las 36 comunidades campesinas del municipio de Porongo, en Santa Cruz de la Sierra. Harina, arroz, fideos, pollo, huevos. Ollas comunes, oraciones compartidas, esperanza viva.

En enero de 2020, antes de que Bolivia conociera oficialmente el virus, asistí a un congreso médico en Brasil. En medio del evento, le dije a mi esposa: —Nos tenemos que ir. Me soñé que se cierran los aeropuertos, que no habrá aviones.

Ella me calmó. Regresamos a Santa Cruz. Cerré mi clínica 20 días antes de que se decretara la cuarentena. Me llamaban exagerado. Pero las muertes ya se escuchaban desde China. Yo lo había visto antes.

Entonces, uno de mis mejores amigos, Dorian Montero, me escribió un mensaje que cambiaría todo. Me dijo: 

—No sé por qué, pero leyendo la Biblia me acordé de vos. Leé el Apocalipsis, del capítulo 9 al 12.

Tomé la Biblia. Me encerré. Leí cada palabra con el corazón palpitante. Y allí estaba. La descripción era literal, como si el cielo me confirmara lo que ya intuía:

“Y se despertará el tercer sello… y el cuarto jinete del Apocalipsis… y pedirán morir, y no les será concedido. Y se levantará una bestia con cuerpo alargado, acorazado, invisible a las defensas humanas.”

Aquello que el mundo apenas empezaba a descubrir, ya había sido profetizado siglos atrás.

Comprendí que este virus actuaba como una bestia viva, estableciendo una simbiosis con una bacteria imperceptible a los análisis clínicos habituales. No bastaba un solo enfoque. No era solo un virus. Se necesitaba algo más.

Y ahí, guiado por lo espiritual y lo científico, nació la fórmula. Una que combinaba antibiótico, antiinflamatorio, antiviral y anticoagulante. No surgió de un laboratorio ni de un congreso, sino de la fusión entre revelación divina y conocimiento aplicado.

Todo esto lo vivieron conmigo. Mi familia, mis amigos, mis pacientes. Fue un tiempo de revelaciones, de obediencia, de fe. Y, sobre todo, fue el tiempo en que entendí que Dios me había preparado toda una vida para este momento.

El silencio antes del caos Los meses que siguieron a aquel sueño de Año Nuevo de 2020 fueron inquietantes. No por lo que el mundo decía —porque en la superficie todo seguía “normal”—, sino por lo que mi interior comenzaba a sentir

Era como caminar con la certeza de que algo se avecina, sin saber con exactitud cuándo ni cómo. Ese tipo de silencio incómodo, como el que precede a un trueno, me acompañaba día y noche. Y aunque el mundo seguía su ritmo, yo no podía. Ya no.

Algo se estaba gestando en lo invisible. En octubre de 2019, comencé a notar pequeñas señales. No en los medios, sino en el espíritu. Me costaba dormir, y cuando lo lograba, los sueños regresaban con fuerza: hospitales colapsados, rostros cubiertos con mascarillas, miedo en los ojos de la gente… y una voz que decía: “Prepárate, porque te necesitarán”.

Pero no fue solo eso. En sueños posteriores, Dios me mostró escenas que jamás había imaginado: una cuarentena mundial; fronteras cerradas; aeropuertos detenidos; ciudades enteras en silencio, como suspendidas en el tiempo. Era como si el planeta entero respirara miedo.

Y junto a esas imágenes, vinieron también las respuestas.

Vi con claridad que el virus no actuaría solo, y que detrás de su estructura viral habría una asociación peligrosa con parásitos, bacterias, hongos y protozoos, creando una tormenta perfecta dentro del cuerpo humano. Vi cómo esos agentes se replicaban, cómo el sistema inmunológico fallaba y cómo la enfermedad se convertía en muerte.

Pero también vi la forma de enfrentarlo. Dios me mostró cómo interrumpir el proceso desde su inicio, cómo bloquear el contagio, detener la replicación viral, neutralizar la inflamación y, sobre todo, evitar la muerte. Fue como recibir un mapa de batalla antes de que comenzara la guerra.

No sabía con exactitud lo que tenía que hacer, pero sí sabía que debía estar listo. No con miedo, sino con fe. No con ansiedad, sino con convicción.

Me volqué a la oración, al estudio y a la investigación. Analicé tratamientos naturales, enfoques alternativos, terapias multidisciplinarias. Sabía que lo que venía demandaría más que recetas médicas: requeriría visión, estrategia, humildad y obediencia.

Mientras el mundo aún dormía, yo ya estaba despierto.

En diciembre de 2019, el primer brote comenzó a circular en algunas notas pequeñas sobre una “neumonía extraña en China”. Pocos lo tomaron en serio. Pero dentro de mí, todo tembló.

El reloj profético que Dios me había mostrado comenzaba a marcar su hora.

Muchos a mi alrededor seguían incrédulos. Algunos incluso se burlaban de mis advertencias pasadas. Pero yo no buscaba tener la razón, buscaba estar preparado. Porque si Dios me había confiado una revelación tan grande, no era para mirar el desastre desde la ventana, sino para estar en el frente.

El silencio de esos días se parecía a la calma de un quirófano justo antes de una operación de alto riesgo. Sabía que debía mantener la paz, confiar y prepararme para actuar con precisión

No sabía que pronto miles de personas clamarían por ayuda.

No sabía que las miradas que antes me ignoraban ahora me buscarían con desesperación.

No sabía que una nación entera se convertiría en campo de batalla entre la vida y la muerte. Pero Dios sí lo sabía. Y por eso me preparó.

0 comentarios

Enviar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *