Hay días que no se olvidan pero hay noches que se graban en la eternidad.
La oscuridad había caído so bre la ciudad como un manto de desesperanza. Las no ticias hablaban de muerte, los hospitales ya no recibían más gente, y las oraciones se volvían susurros entre llantos. Trinidad, mi pueblo, parecía estar siendo devorado por una fuerza invisible. El miedo respiraba por las calles.
Yo, Alex Román, no era más que un ciudadano más, in tentando comprender lo in comprensible. Hasta que fui llamado. No por un teléfono, ni por una persona, sino por algo más grande una fuerza invisible que movió mi alma y me llevó a acompañar al doctor Alejandro Unzueta en lo que pronto comprende ría que no era una campaña médica, sino una cruzada sagrada.
Esa noche, Dios nos llevó hasta la casa de una mujer al borde de la muerte. Su aliento era tenue, como si el alma ya se le estuviera desprendiendo del cuerpo. Su familia, alrededor, ya no lloraba: solo miraban en silencio, resignados a lo inevitable. El ambiente era espeso, como si una sombra invisible se hubiera instalado en cada rincón.
Pero entonces… llegó él. Alejandro.
No entró como un médico. Entró como un enviado. Su mirada no buscaba síntomas, sino almas. Su voz, firme y serena, quebró la atmósfera de muerte: —Aquí no manda la muerte. Aquí manda Dios.
Pidió toallas, sal, miel, agua caliente. Mientras nosotros corríamos a preparar lo todo, él se arrodilló junto a la paciente, puso sus manos sobre su espalda y comenzó a orar. Sus palabras no eran solo rezos eran órdenes al mundo espiritual. Lo sentí. Lo vimos todos. El aire cambió. Un estremecimiento nos recorrió la piel. Era como si un ejército invisible descendiera del cielo y nos rodeara.
—En el nombre de Dios Padre Todopoderoso, reprendo todo espíritu de enfermedad, todo virus, toda tiniebla. Esta hija tuya no morirá, vivirá. Porque Tuya es la vida, Señor y no del enemigo.
Fue entonces que la mujer, con los ojos entrecerrados, lanzó un suspiro profundo y con él, un olor extraño y denso llenó el ambiente. Como si lo impuro hubiese sido arrancado de su cuerpo.
Le dimos los medicamentos sagrados, disueltos en agua porque no podía tragar. Seguimos orando. Nadie se movía. Nadie hablaba. Solo orábamos. Y en ese momento, ocurrió el milagro.
Sus ojos se abrieron. Respiró profundo. Y dijo: —Gracias… doctor.
Todos rompimos en llanto. No fue emoción. Fue reverencia. Habíamos sido testigos de una obra divina. No era solo medicina. Era fe. Era Dios actuando. Era el cielo abriéndose en una humilde habitación de Trinidad.
Al día siguiente regresamos, y la mujer estaba sentada, conversando, con los ojos llenos de luz. Su familia no paraba de agradecer. Pero la verdad es que nosotros, los que fuimos a ayudar, fuimos los más transformados.
Ese día, supe que no era un voluntario más. Yo había sido llamado a algo mayor. Me convertí en soldado de Dios. No con fusil, sino con rosario. No con uniforme, sino con fe.
Desde esa noche, vi muchos más milagros. Gente que llegó jadeando, al borde del colapso, salía caminando. Familias que ya se daban por vencidas volvían a sonreír. Pero aquel momento, aquella mujer, aquel susurro de Dios marcó mi vida para siempre.
Alejandro no era solo un médico. Era un profeta. Un canal. Un escudo que Dios había levantado para esta generación herida.
Y yo, Alex Román, soy testigo de que Dios aún obra milagros. Que cuando se invoca su nombre con fe verdadera, los cielos se abren y la muerte retrocede.
Gloria a Dios por su misericordia. Gloria a Dios por enviarnos un soldado de luz en medio de la oscuridad. Y gracias, Alejandro, por dejarte usar como instrumento.
Porque en medio del dolor… conocí la gloria.


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