Testimonio de Anna Lara Unzueta

Jun 13, 2025

Me llamo Anna Iara Unzueta y soy la hija del doctor Alejandro Unzueta. Esta es la historia que marcó mi niñez y que aún hoy, con los años encima, siento arder en el alma como una llama sagrada. Es la historia de mi padre… pero también de Dios obrando entre nosotros.

Antes de que el mundo se quebrara, éramos una familia como tantas. Vivíamos en Santa Cruz. Íbamos al colegio, compartíamos las comidas, nos reíamos los domingos. La vida parecía estable, predecible. Pero de un momento a otro, como una tormenta que cae sin aviso, la pandemia del COVID-19 vino a sacudirlo todo.

El encierro, el miedo, el hambre… se instalaron en los hogares. Las noticias eran oscuras. La ciudad entera parecía contener el aliento. Y ahí, en medio de ese silencio roto por sirenas y rezos, mi padre escuchó un llamado. No uno humano, sino uno divino.

Un día nos miró y nos dijo: —“No podemos quedarnos quietos mientras otros mueren de hambre.”

Y así, junto a mi hermano, empezó a comprar alimentos, a repartir víveres, a tocar puertas. Yo era niña, pero entendí que algo más grande que nosotros estaba ocurriendo. Mi papá ya no era solo papá. Era un instrumento. Y no estaba solo: Dios caminaba con él.

Muchas noches lo esperábamos despiertas. Llegaba con el rostro cansado, pero con los ojos encendidos de fe. Nos contaba cómo la gente lloraba de gratitud. Cómo los enfermos pedían oración además de comida. Mi mamá, Melina, al principio tenía miedo. Pero luego entendió que había algo superior guiando cada paso de ese hombre.

Entonces ocurrió lo impensable: mi hermana Alejandra se enfermó de COVID.

Y por primera vez, vi a mi padre quebrarse.

Ya no era solo el pueblo, era su hija. No había cura. La muerte acechaba. Fue un tiempo de dolor. Pero también… de milagro.

La noche antes de saber que Alejandra estaba enferma, yo tuve un sueño revelador. Un sueño tan nítido que sentí que no venía de mí, sino de Dios. Fui corriendo y le dije:

—“Papi, ya no quiero que solo ayudes con alimentos. Quiero que encuentres la cura. Que sanes a los enfermos.”

Mis palabras lo sacudieron. Se encerró en su cuarto. Con libros, cuadernos, biblias. Con su rosario en la mano. Oraba, estudiaba, lloraba, volvía a orar. Y entonces ocurrió el milagro.

No fue magia. Fue fe y ciencia entrelazadas. Una terapia que parecía sencilla, pero que salvaba vidas. Y la gente comenzó a sanar.

Le decían “el loco Unzueta”. Algunos se burlaban. Otros dudaban. Pero nosotros, sus hijos, sabíamos la verdad: ese hombre estaba siendo guiado desde el cielo.

Yo ayudaba con los kits de medicamentos. Mi hermana también. Mi madre los armaba. Nuestra casa ya no era solo un hogar. Era un refugio de oración, medicina y milagros. La gente venía desde lejos a pedir ayuda. Y se iban con fe renovada. Porque mi papá no solo entregaba medicina: oraba por cada uno.

Pero no todo era luz. En medio de tanto bien, el mal también se hizo presente. Se escuchaban voces extrañas en las grabaciones. Se rompían los vidrios sin razón. Mi hermanita veía figuras oscuras. Una noche, sentimos que intentaban llevarse su alma. Fue una guerra espiritual. El bien y el mal luchaban… pero nosotros teníamos el escudo de la fe.

Y vencimos.

Cuando todo esto pasó, algunos comenzaron a decir que mi padre debía ser Gobernador. Al principio, él no quería. Era odontólogo, no político. Pero yo le dije:

—“Papi, si Dios te pone este nuevo camino, yo te voy a apoyar.”

Mi madre lloró. Tenía miedo de ese nuevo mundo. Pero lo entendió. Y él aceptó.

Ganó las elecciones. Y aún como Gobernador, siguió siendo el mismo hombre. Cruzaba los ríos, caminaba los barrios, oraba con los humildes. Nunca se apartó de Dios. Nunca dejó de sanar.

Y nosotros lo seguíamos. Íbamos con él. Dejamos nuestro colegio en Santa Cruz. Nos inscribimos en Beni. Hicimos nuevos amigos. Nos adaptamos. Porque entendimos que nuestro hogar no era una ciudad, sino la misión.

Mi madre dejó su profesión, pero encontró su verdadero ministerio: ser el pilar silencioso, la fortaleza de nuestra familia. No necesitaba un cargo, porque tenía el alma de una reina. Acompañaba a papá a todas partes, armaba kits, consolaba a los que sufrían.

Y yo… yo crecí entre dos fuegos: el del dolor del mundo… y el de la esperanza encendida por el amor de Dios.

Hoy puedo decir, sin temor a equivocarme, que Dios nunca nos dejó solos. Y que cuando uno ama, sirve. Y cuando sirve con fe… los milagros suceden.

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