De no tener nada, Dios me convirtió en un profesional exitoso. Pero más allá de los títulos, me convirtió en un instrumento. Un canal de sanación, de esperanza y de fe viva.
Estas conexiones espirituales que me han acompañado desde la infancia nunca dejaron de manifestarse. A veces sorprendían a quienes me rodeaban, incluso en los momentos más cotidianos. Sabía que mi llamado era más grande que una vocación técnica: era una misión que combinaba ciencia y fe.
Al llegar a la universidad, canalicé esa certeza en una disciplina férrea. Estudiaba con entrega, guiado por un propósito más profundo. No solo buscaba ser competente, sino útil, un instrumento para el bien. Sentía que, algún día, ese conocimiento sería la herramienta que Dios usaría para hacer milagros reales. Y así fue.
De no tener nada, Dios me convirtió en un profesional exitoso. Pero más allá de los títulos, me convirtió en un instrumento. Un canal de sanación, de esperanza y de fe viva. Porque comprendí que el verdadero propósito de prepararme, de estudiar con tanta intensidad, no era solo alcanzar metas personales, sino estar listo para cuando Él me necesitara. Sabía, en lo más profundo de mi ser, que llegaría el momento en que la ciencia que abrazaba con pasión se uniría con la fe que me sostenía desde niño. Y ese momento llegaría… para cambiar vidas.
Una de esas experiencias que confirmaron mi llamado ocurrió alrededor del año 2011. Había invitado a mi compadre Eloy Hossen y su esposa a pasar un fin de semana en mi propiedad Santa Anita, ubicada por la colonia Valle Nuevo, en la carretera a Tres Cruces.
Esa tarde, como solíamos hacer, salimos a cazar torcazas y chanchos de monte. Salimos alrededor de las cinco de la tarde disfrutábamos de esa actividad, del monte, de la libertad, del silencio interrumpido por los sonidos de la naturaleza. Sin embargo, cerca de las siete de la noche, sentí algo dentro de mí. Una intuición fuerte, una certeza que no podía ignorar. Le dije a mi compadre:
—Tengo que volver a la propiedad.
Me miró desconcertado y reclamó:
—No pues, querido compadre. Venimos de lejos, ¿cómo así?
Pero yo insistí. Había aprendido a confiar en esas señales. Regresamos. Ya en la casa, cenamos con nuestras esposas y parecía que todo transcurría con normalidad. De repente, un ruido seco y fuerte interrumpió la calma. Una de las niñeras había caído de cabeza al suelo. Todos corrimos. Su cuerpo convulsionaba. La esposa de Eloy gritaba desesperada.
Corrí hacia ella. Su cuerpo se estremecía, sus pupilas se dilataron, y dejó de respirar. Murió en nuestros brazos. Fue uno de esos momentos donde el tiempo se detiene y la fe se impone. La muchacha estaba sin signos vitales.
No dudé. La tomé en mis brazos, la recosté en el suelo y comencé maniobras de reanimación cardiopulmonar. Le di respiración boca a boca. Sus pulmones se inflaban, expulsaba fluidos, y tras varios intentos desesperados… respiró. Volvió a la vida.
La dejamos en reposo, aplicándole antiinflamatorios y cuidados básicos con la prudencia que la ciencia me había enseñado. Dos días después, la llevamos al neurólogo. Le realizaron tomografías. El diagnóstico fue asombroso: estaba completamente sana. Sin rastros de trauma neurológico ni secuelas. Un milagro, una premonición, una intervención divina y una acción decidida.
Ese día confirmé nuevamente que Dios guía cada paso cuando uno está dispuesto a escuchar. Esa señal que me hizo volver a casa no fue un presentimiento cualquiera. Fue un llamado. Porque cuando la fe y la ciencia se abrazan en el momento exacto, la vida vence a la muerte.
Porque cuando la ciencia se pone al servicio del amor, y el conocimiento se ofrece con humildad, los milagros comienzan a suceder. “Antes que te formara en el vientre, te conocí, y antes que nacieras, te santifiqué; te di por profeta a las naciones.” — Jeremías 1:5
Revelaciones en la noche
Las noches siempre fueron sagradas para mí. Mientras otros buscaban descanso, yo encontraba respuestas.
Desde niño, los sueños no eran simples imágenes o fantasías sin sentido. Eran mensajes. Claros. Directos. Profundos. A veces simbólicos, a veces tan reales como si ya los hubiera vivido. Mientras dormía, sentía que el cielo se abría, y que alguien —Dios, su Espíritu, un ángel— me susurraba lo que debía saber.
Recuerdo vívidamente un sueño que tuve siendo adolescente. Una figura luminosa me entregaba un cuaderno extraño, sin palabras. Pero al tocarlo, lo entendía todo: enfermedades, diagnósticos, soluciones. Me desperté empapado en sudor, el corazón golpeando mi pecho, con la certeza de que debía estudiar medicina. No solo para curar cuerpos, sino para ser instrumento de algo más grande.
Durante mis años universitarios, las revelaciones se hicieron más frecuentes. Noches en vela, entre libros y oraciones. Y cuanto más confundido me sentía, los sueños regresaban con precisión quirúrgica.
Me mostraban caminos, decisiones, advertencias. Incluso me revelaban tratamientos y soluciones que ningún libro aún mencionaba.
Y entonces llegó la noche de Año Nuevo de 2020.
Aquella noche, mientras el mundo celebraba la llegada de un nuevo ciclo, yo recibí un sueño claro, estremecedor. Dios me mostró que la humanidad cambiaría radicalmente en octubre de ese mismo año. Vi claramente el origen del caos: un virus mortal surgiría en China. Y con él, la humanidad enfrentaría una pandemia devastadora que tocaría todos los rincones del mundo.
Al despertar, con el corazón todavía latiendo con fuerza, conté lo que vi. Lo compartí con amigos, con personas cercanas, incluso lo escribí en varios grupos de WhatsApp. Les dije que el mundo cambiaría, que algo grave venía. No me creyeron. Me escucharon con respeto, pero no con fe.
Y entonces, el tiempo —como obedeciendo palabra por palabra a lo revelado— trajo la confirmación.
Diciembre de 2019. China. Un virus. El caos comenzó… tal como Dios lo mostró. No lo supe por estadísticas, lo sentí en el espíritu. Y lo que el espíritu revela, el tiempo confirma.
Al principio sentí frustración. Me dolía ver que algo tan grande había sido ignorado. Sentía el peso de haber recibido una advertencia divina y no haber podido evitar lo que venía. Pero entonces comprendí algo que transformó mi alma:
Dios no me reveló el futuro para evitarlo, me lo reveló para prepararme.
Prepararme para actuar, para levantarme, para guiar, para sanar. Para no tener miedo cuando todo temblara.
Y fue ahí, en medio de esa revelación, que comprendí que cada sueño que había tenido en mi vida tenía un propósito. Que nada fue casualidad. Que todo me estaba llevando hacia un momento donde la fe y la ciencia se encontrarían: para obrar un milagro.
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